Subía
las escaleras rápidamente, dando violentos y torpes bandazos. La
gabardina de cuero que vestía se agitaba tras ella, arañando las
paredes cubiertas de pintura desconchada. Sus gruesas botas
repiqueteaban sobre la cuarteada y sucia madera de los escalones,
pero no le dio importancia, pues en aquella situación no le serviría
de nada ser sigilosa. Además, el rastro de sangre que dejaba tras
ella y que lo teñía todo de un vivo e intenso tono escarlata ya era
más que suficiente para delatar su posición.
Una de
sus manos se aferraba a la barandilla conforme iba subiendo, buscando
un esencial punto de apoyo que la ayudaba a mantenerse en pie y
continuar subiendo sin detenerse ni un solo segundo. La otra mano
apretaba su propio vientre con desmesurada fuerza en un vano intento
de contener la hemorragia de una terrible herida el mayor tiempo
posible. No era la única que demacraba su cuerpo, pero sí la más
peligrosa.
Alcanzó
el tercer piso con el aliento entrecortado y el corazón desbocado.
Las piernas le temblaban violentamente; había perdido demasiada
sangre. El dolor tampoco contribuía a que pudiese avanzar el tramo
que le quedaba hasta la puerta del único apartamento que había en
la planta, y pese a que durante un segundo estuvo tentada de dejarse
caer al suelo para retorcerse agónicamente, decidió dar unos
últimos pasos e introducir la llave en la cerradura.
Abrió
de un portazo y trastabilló hacia delante, sosteniéndose a duras
penas gracias a las paredes del sencillo recibidor del apartamento.
Se tomó un par de segundos para morderse el labio inferior y
contener así un grito de dolor. Luego tomó una profunda bocanada de
aire que le ayudó a realizar una llamada de ayuda.
-¡Adam!
-aquél berrido le costó una punzada de dolor que se expandió por
todo su cuerpo, atacando su sistema nervioso como mil agujas-. ¡ADAM!
Pudo
escuchar un golpe en el interior del apartamento, como si a alguien
se le hubiese caído algo. Luego un montón de pasos apresurados que
corrían en su dirección a lo largo del pasillo. El joven
adolescente, de aspecto cuidado pero algo siniestro, apareció frente
a ella a los pocos segundos.
Adam
abrió sus ojos grises en un gesto de desmesurada sorpresa al
encontrarse a su maestra en aquél estado. No habían pasado
demasiado tiempo juntos, pero los rumores e historias que circulaban
sobre Artemisa eran más que suficiente para saber que su reputación
como segadora era impoluta. Siempre salía vencedora en la batalla, y
las consecuencias no eran más que unos cuantos y superficiales
rasguños que ni siquiera le dejaban cicatrices. De hecho, se contaba
que era tan buena dando caza a sus oponentes que recibió su nombre
en honor a la diosa griega que se especializaban en ése arte, aunque
aquellas teorías nunca habían sido confirmadas. Además, lo más
posible es que aquella mujer tampoco se llamara así en realidad.
Artemisa
mantenía oculto su pasado, que según contaban era tan oscuro y
turbio como misterioso. Nadie sabía con exactitud cuando y por qué
pasó a formar parte de Los Segadores, la antigua e inmortal
comunidad que se dedicaba a dar caza a aquellos que decidían ignorar
las leyes escritas en el Libro de las Horas Oscuras. Éstas leyes
fueron redactadas eones atrás por la diosa Nyx, que gobernaba sobre
el caos y la noche. La diosa temía que las criaturas que poblaban su
mundo de sombras y horror pudiesen destruír a los humanos, y por
ello estableció unas normas que deberían cumplir por el bien de
todos.
Los
Segadores nacieron entonces, con el objetivo de asegurarse de que las
reglas de Nyx se siguieran punto por punto. Al principio fueron
humanos, pero la Diosa les concedió una longevidad y cualidades
físicas superiores a la del resto como agradecimiento al trabajo que
realizaban para ella y el Libro de las Horas Oscuras.
-¡Maestra!
-exclamó Adam mientras se apresuraba a llegar hasta Artemisa. Le
agarró uno de sus brazos y se lo puso sobre los hombros para poder
así ayudarla a caminar hasta la pequeña salita del centro del
apartamento- ¿Los trolls le han hecho ésto?
Artemisa
soltó un siseo de dolor cuando Adam la dejó caer sobre una de las
sillas de la estancia. Retiró la mano con la que se apretaba el
vientre y observó con una mueca la sangre que empapaba sus ropas. La
herida era terrible, pero ahora que estaba con Adam no tenía nada
por lo que preocuparse. Después de todo, él era un auxiliar y
poseía amplios conocimientos sobre las magias sanadoras.
-No
sólo había trolls allá abajo, Adam -respondió con voz cuarteada,
observando como el muchacho se inclinaba frente a ella y examinaba
cuidadosamente la herida-. Si hubiese sido sólo eso no estaría en
este estado, ¿no crees?
Adam
negó con la cabeza, y sus labios se tensaron mientras acercaba las
dos manos al vientre de Artemisa. Al cabo de un instante, nació de
entre sus dedos una luz blanquecina que comenzó a cerrar la herida
mágicamente, deteniendo la hemorragia y dejando la piel totalmente
intacta. La segadora observó la tarea del muchacho fijamente,
reconociendo para si misma que después de todo no había sido mala
idea el aceptar que Adam le acompañara.
Los
Auxiliares nunca le habían agradado demasiado, incluso cuando su
único deber era acompañar a Los Segadores para ayudarles en tareas
secundarias y ocuparse de curar sus heridas, como si fueran una
extraña especie de escuderos. La idea de tener que cargar con un
compañero le parecía de lo más tediosa, y por ello al principio
había rehusado totalmente a que Adam fuese con ella. Sin embargo, al
final había terminado aceptando. Y aquella decisión le estaba
salvando la vida en aquél instante.
-Un
troll tampoco le habría hecho esta herida, maestra... -reconoció
Adam, que al parecer se estaba esforzando mucho en su tarea-. Pero en
ése caso, ¿qué otra cosa encontró en su viaje a las
alcantarillas?
Artemisa
se mordió el labio durante un segundo. Involuntariamente, en su
mente se reprodujeron los acontecimientos que habían tenido lugar en
las últimas horas. Ella y Adam llegaron a aquella ciudad después de
recibir el aviso de que se estaba produciendo un número de
desapariciones inusual en la zona. Por la forma en la que
desaparecían y el aspecto que tenían los pocos cadáveres que se
habían encontrado, a la segadora no le costó demasiado atribuir
aquél desagradable trabajo a un grupo de trolls. Así pues, Artemisa
se dispuso a examinar todo el alcantarillado de la ciudad en busca de
aquellos seres para darles una lección que les enseñara a no
desobedecer una de las más importantes normas de El Libro de las
Horas Oscuras: no dañar a los humanos sin justificación. Tras
varias horas siguiéndole la pista a los trolls, la segadora dio con
su paradero. Sin embargo, no estaban solos en aquellos sucios
túneles. Había algo más con ellos, algo que consiguió tomarla por
sorpresa, algo que incrementó con creces la fuerza de los oponentes,
algo que le causó las heridas que casi la habían arrastrado al
Averno.
-Exhaladores
-respondió, al fin, y no se extrañó al ver la mueca de
desconcierto que hizo su auxiliar-. Nueve.
-¿Exhaladores?
Pero... se supone que son criaturas neutrales. No está en su
naturaleza el atacar a nadie.
La
segadora le dedicó al joven una irónica mirada.
-Pues
éstos sí han atacado, y a muerte. Pude matar a tres después de
acabar con los trolls, y vencí a otros dos mientras corría hacia
aquí -dijo, y fue fácil percibir que no estaba demasiado contenta
de haber tenido que huir sin terminar su trabajo. Aquello fue un duro
golpe para su férreo orgullo-. Quedan cuatro, pero no podía
matarlos mientras me desangraba.
Adam
cambió su mueca de desconcierto por una de auténtico terror. Abrió
los labios e intentó decir algo, pero no consiguió articular las
palabras hasta el segundo intento.
-Espere...
¿Me está diciendo...? ¿Me está diciendo que los exhaladores le
hirieron y usted no los mató? -sus ojos asustados buscaron los de
Artemisa, y tras que ésta asintiera, Adam se puso en pie- Pero
entonces... aún la estarán buscando. Le estarán dando caza ahora
mismo.
Artemisa
asintió de nuevo. A Adam le pareció casi increíble que los ojos
azules de la segadora permaneciesen tan fríos y serenos como
siempre. ¡Hablaban de exhaladores! Aquellas criaturas eran fuertes,
poderosas, y casi inmortales.
La
Diosa Nyx las creó al principio de los tiempos. Tenían una forma
humanoide, pero resultaban totalmente intangibles cuando intentabas
tocarlos. Sin embargo, cuando ellos querían tocarte a ti, podían
hacerlo. Y aquello era un inconveniente si se tenía en cuenta que en
lugar de manos tenían cinco afiladas garras, largas y mortíferas
como espadas. Los exhaladores las utilizaban para herir y matar, pues
era así como obtenían su alimento: estas criaturas se nutrían
absorbiendo la última exhalación de alguien al morir.
Sin
embargo, y pese a su terrible aspecto, Nyx se encargó de que
resultaran totalmente inofensivas para los humanos. Estableció en su
naturaleza que jamás matarían a alguien para poder consumir su
última exhalación. Deberían esperar a que a alguien le llegara la
muerte por medios naturales, y entonces podrían acercarse y tragarse
el último suspiro. Era por ello que cuando un exhalador encontraba a
alguien a quien le quedaban pocos días, lo fichaba como objetivo y e
perseguía a todas partes hasta el momento de su partida al Más
Allá. Jamás se detenían, no hasta haber obtenido su preciado
alimento. Y ahora que les había dado por ir en contra de su
naturaleza e ir asesinando a gente, había que dar por hecho que no
pararían hasta matar y devorar la exhalación de la persona a la que
habían herido. Su objetivo aquella vez era Artemisa.
-Debemos
irnos, maestra, y pedir ayuda a otros segadores -exclamó Adam,
moviéndose nerviosamente por la habitación-. Ya ha perdido
demasiada sangre, y no podrá enfrentarse a otros cuatro exhaladores
en su estado. Aún hay heridas que debo cerrar.
-Adam,
no podremos salir de la ciudad antes de que nos encuentren y nos
maten a ambos- sentenció Artemisa, y pese a la dureza de sus
palabras el tono que empleó fue tan sereno como siempre-. Tenemos
que matarlos cuando vengan... Y no tardarán mucho.
El
auxiliar se llevó una mano a la cabeza para echarse hacia atrás los
despeinados y largos mechones de cabello oscuro. Estaba a punto de
alcanzar la histeria. De poco le estaba sirviendo el entrenamiento
que había recibido para mantener la calma en instantes como aquél.
Era la primera vez que se encontraba en una situación tan peliaguda
y, maldita sea, ¡Él sólo servía para sanar heridas, no para
provocarlas!.
-Tranquilo,
saldremos de ésta -dijo Artemisa, pero luego adoptó una pose
pensativa-. Aunque... perdí mi cuchillo de bronce mientras corría
hacia aquí.
-¿Q-Qué?
-balbuceó Adam, cubriéndose la boca con ambas manos. Su ya de por
si pálido rostro se volvió aún más blanco, y no por nada: lo
único que podía herir la piel intangible de un exhalador era el
bronce. Ninguna otra arma servía contra ellos-. ¿Y qué vamos a
hacer ahora?
-Sencillo:
tienes que bajar al coche y buscar en el arsenal -explicó la
segadora-. Bajaría contigo, pero si los exhaladores me encuentran
antes de lo que nos conviene tendremos un problema.
-¿Y
si me ven a mí? -preguntó Adam, estirándose las mangas de la
sudadera negra que vestía en un gesto nervioso.
-No te
harán daño. Su objetivo ahora soy yo, ¿Recuerdas? -dijo Artemisa,
y esbozó una pequeña sonrisa que aunque intentaba ser
tranquilizadora a Adam se le antojó algo inquietante-. No te lo
pediría si eso te pusiera en peligro.
Adam
observó a su maestra durante un instante. No llevaba mucho tiempo a
su lado, pero aún así no podía hacer más que confiar en ella y
creer en sus palabras. Se obligó a apartar el miedo a un lado y a
sacar a la luz su orgullo como auxiliar. Su papel era ayudar a la
segadora para proteger a los demás y hacer que la ley se cumpliera.
Y si para ello tenía que bajar hasta el coche con cuatro exhaladores
rondando por ahí, pues lo haría.
-Está
bien -dijo, soltando un suspiro para calmar el nerviosismo que
recorría su cuerpo-. No tardaré.
Artemisa
observó al joven mientras éste se encaminaba apresuradamente hacia
el pasillo que conducía a la salida. Cuando Adam desapareció por la
puerta, la muchacha se quitó la gabardina que cubría sus brazos. Al
dejarlos al descubierto, tuvo que reprimir un siseo: toda su piel era
un amasijo de cortes y arañazos que estaban muy lejos de tener buen
aspecto. El más ligero de los movimientos suponía una descarga de
dolor que azotaba su sistema nervioso, pero no podía permitir que
aquello fuese un problema. Aún quedaban exhaladores por eliminar.
Mientras,
Adam había alcanzado la calle. Avanzó apresuradamente por la cera,
vigilando con cautela todo cuanto le rodeaba y asegurándose de echar
una mirada por encima de su hombro cada poco tiempo. Cuando alcanzó
el todoterreno negro en el que él y su maestra viajaban, buscó las
llaves del vehículo en los bolsillos de sus pantalones para abrirlo
rápidamente. Se movió hacia la parte de atrás del coche y tiró de
la puerta del maletero. Allí descansaban media docena de bolsas de
deporte y maletines repletos de todo tipo de armas.
-Muy
bien... -dijo, hablándose a si mismo para infundirse ánimos-.
Veamos...
Sus
manos buscaron torpemente un arma que sirviera para la ocasión.
Examinó dos de las bolsas, pero no halló nada que resultara útil.
Encontró cuchillos de plata, dagas de oro e incluso flechas de
madera de muérdago, pero nada que fuese de bronce.
Artemisa
escuchó como la puerta de la entrada se abría con violencia. Supo
al instante que no se trataba de Adam, así que se levantó de la
silla con un salto y se movió por la pequeña sala de estar. Por
mucho que lo odiara, hasta que su auxiliar regresara con un arma lo
más prudente era ocultarse. Así pues, se acercó a la única
estantería que vestía las paredes de la habitación y se metió en
el hueco que quedaba entre ésta y la pared. Aspiró una fuerte
bocanada de oxígeno y se obligó a contener la respiración.
Los
exhaladores entraron en la estancia segundos después, moviéndose
lentamente, casi como si flotaran. Las cuchillas de sus manos
arañaban el suelo, pero no emitían sonido alguno mientras avanzaban
por la habitación. Artemisa tensó su cuerpo sin dejar de contener
la respiración. Maldijo mentalmente a Adam por tardar tanto, y
apretó los puños con fuerza. Los segundos pasaban, y sus pulmones
no tardaron en arder pidiéndole aire. Se mordió la lengua para
contener las ganas de abrir la boca y respirar, pero sabía que no
aguantaría demasiado. Y los exhaladores continuaban vagando por la
habitación, buscándola, esperando.
Artemisa
podía sentir el latido de su corazón en las sienes. No estaba
asustada -había muy pocas cosas que pudiesen infundirle temor- pero
sí necesitada de oxígeno. A penas pudo aguantar diez segundos más
antes de separar cuidadosamente los labios y aspirar con la máxima
delicadeza posible. Sin embargo, aquello fue suficiente como para que
los exhaladores detectaran su presencia. Se volvieron todos a una
hacia la estantería, y comenzaron a aproximarse alzando las
cuchillas en lo alto. Artemisa murmuró una maldición y contó hasta
tres antes de empujar la estantería con fuerza, haciendo que cayera
justo sobre dos de los exhaladores. Sin embargo, el mueble pasó a
través de ellos como si fuesen fantasmas, sin causarle daño alguno.
-Jodida
intangibilidad... -murmuró la segadora entre dientes.
Los
exhaladores la arrinconaron contra la pared. Artemisa contempló sus
posibilidades en un par de segundos: era imposible esquivarlos a
todos y alcanzar la salida. La ventana que quedaba a su derecha
tampoco era una buena opción, pues al otro lado le esperaban tres
pisos de caída libre. Si no hubiese estado tan malherida, tal vez
podía haber considerado saltar, pero en su estado era casi tan
arriesgado como quedarse donde estaba.
Uno de
los exhaladores se detuvo ante ella con las cuchillas en alto.
Artemisa observó su rostro, azulado y casi transparente, y se
preparó para lo peor. Sin embargo, en el último momento algo llamó
su atención.
-¡Artemisa!
-Adam apareció desde atrás de los seres y le lanzó algo. La
segadora no supo que se trataba de una hoz de bronce hasta que la
tuvo en las manos después de agarrarla en el aire. Sus labios se
curvaron en una siniestra sonrisa antes de realizar un movimiento de
rapidez sobrehumana. Instantes después, la cabeza del exhalador más
cercano rodó por el suelo.
Intuyendo
el peligro, el resto de exhaladores se abalanzaron velozmente sobre
Artemisa. Un nuevo gesto de ésta hizo que la hoz atravesara el
vientre de una de las criaturas. Luego saltó hacia el lado más
alejado de la estancia. Otro oponente se lanzó contra ella, cortando
el aire con sus mortíferas cuchillas. Artemisa puso la hoz por
delante, impidiendo así que las garras le cercenaran la cabeza, e
intentó darle una patada a la criatura. Por supuesto, su pierna la
atravesó sin causarle ningún daño.
El
exhalador restante, viendo su oportunidad, se acercó a Artemisa por
la espalda y precipitó sobre ella sus cuchillas. Los reflejos de la
segadora la ayudaron a apartarse justo a tiempo, pero la criatura que
tenía delante fue demasiado lenta, y las garras del otro segador se
le hundieron en en hombro, partiéndolo casi por la mitad. Artemisa
se apuntó aquél dato: el bronce no era lo único que hería a los
exhaladores. Las cuchillas de otros de la misma especie también
podían hacerlo.
Aprovechando
el instante en el que el exhalador extraía sus cuchillas del cuerpo
del que había sido su compañero de caza, Artemisa corrió hasta el
lado de su auxiliar, que parecía estar en estado de shock.
-Corre,
enano, maldita sea -exclamó, empujándolo sin ninguna consideración
hacia la salida.
Ella
fue tras sus pasos, pero un intenso pinchazo en una de sus piernas la
hizo caer hacia delante. Frenó la caída con los antebrazos, pero
aquello fue una mala idea teniendo en cuenta lo heridos que los
tenía. El dolor la atravesó desde los hombros hasta la punta de los
dedos, haciendo que abriera la mano inconscientemente y que la hoz de
bronce se le cayera, desplazándose unos cuantos metros hacia delante
con un sonido metálico. Artemisa volvió la vista atrás,
descubriendo que el exhalador había estado a muy poco de dejarla sin
pierna derecha y que el suelo se estaba empapando con su propia
sangre. Incapaz de ponerse en pie, intentó arrastrarse hacia delante
para recuperar su arma, pero su esfuerzo fue en vano. La hoz había
caído demasiado lejos. Era imposible que lo consiguiera. El
exhalador ya estaba dejando caer sus cuchillas sobre ella.
Artemisa
no sintió dolor, sólo un gran peso que caía sobre ella. Pasaron
unos segundos antes de que pudiese asimilar que tenía encima el
largo brazo cercenado del exhalador. Frente a ella, Adam blandía la
hoz en alto. Observó como el muchacho la dejaba caer con fuerza
sobre la criatura, que se desplomó hacia atrás carente de vida.
Artemisa suspiró aliviada. Aquél día había visto su muerte en
demasiadas ocasiones. Y era la segunda vez que Adam le salvaba la
vida. Definitivamente, hizo bien en llevarle consigo.
-¿Adam?
-llamó al auxiliar, pero éste permaneció estático, observando el
cuerpo inerte del exhalador con los ojos muy abiertos. Su rostro y su
sudadera estaban cubiertos de salpicaduras de sangre.
La
segadora alzó el brazo para agarrar la manga de Adam y tirar
suavemente de ella. Intentó levantarse una vez más, pero la herida
de su pierna se lo impidió.
-Adam,
tranquilo -dijo, intentando sacar al muchacho de su trance. Supuso
que al ser un novato, aquella era la primera vez que Adam mataba a
algo. La primear vez solía ser un poco... impactante-. Ya ha pasado
todo. Estamos a salvo.
El
auxiliar parpadeó un par de veces antes de dirigir la vista hacia
Artemisa. La contempló un largo instante como si no pudiese
reconocerla, pero finalmente salió del estado de shock y se dejó
caer de rodillas junto a ella. La segadora usó sus dedos pulgares
para limpiar con cuidado las salpicaduras de sangre del rostro del
muchacho.
-Me
has salvado la vida, Adam. Gracias.
-Yo
no... yo... pensé que te iba a matar, Artemisa -murmuró, hablando
con dificultad a causa del temblor que se apoderó de su labio
inferior. La segadora pasó por alto que el muchacho la tuteara de
repente, y esbozó una sonrisa.
-Lo
has hecho muy bien -dijo ella, acariciando el cabello oscuro del
muchacho antes de poner la mano sobre su hombro y darle un par de
amistosas palmadas-. Eres un gran auxiliar.
Adam
esbozó una sonrisa nerviosa antes de apartar la mirada a un lado. Se
percató entonces de la herida en la pierna de Artemisa.
-¡Oh!
Te echaré... le echaré una mano con eso -dijo, y se apresuró a
comenzar a curarle todos los desperfectos.
Artemisa
se movió para apoyar la espalda en la pared mientras su auxiliar
hacía su trabajo. Se permitió relajarse un instante al sentir como
la magia del muchacho aliviaba el dolor y el cansancio casi
instantáneamente. Mientras, contempló el cadáver del exhalador. En
cuanto sus heridas estuviesen curadas, debían partir hacia El Templo
lo más rápido posible e informar al resto de segadores de lo que
había ocurrido allí. Debían averiguar sin demora qué había hecho
que aquellas criaturas, pacíficas y tranquilas por naturaleza, se
convirtieran en intangibles máquinas de matar. Sin duda había algo
muy gordo detrás de todo aquello. Algo gordo y horrible. Y ella
llegaría hasta el fondo del asunto para poder solucionarlo, tal y
como había estado haciendo los últimos cuatrocientos años.
Después
de todo, aquella era la tarea de un segador.