25 marzo 2013

Segadores y Auxiliares


Subía las escaleras rápidamente, dando violentos y torpes bandazos. La gabardina de cuero que vestía se agitaba tras ella, arañando las paredes cubiertas de pintura desconchada. Sus gruesas botas repiqueteaban sobre la cuarteada y sucia madera de los escalones, pero no le dio importancia, pues en aquella situación no le serviría de nada ser sigilosa. Además, el rastro de sangre que dejaba tras ella y que lo teñía todo de un vivo e intenso tono escarlata ya era más que suficiente para delatar su posición.
Una de sus manos se aferraba a la barandilla conforme iba subiendo, buscando un esencial punto de apoyo que la ayudaba a mantenerse en pie y continuar subiendo sin detenerse ni un solo segundo. La otra mano apretaba su propio vientre con desmesurada fuerza en un vano intento de contener la hemorragia de una terrible herida el mayor tiempo posible. No era la única que demacraba su cuerpo, pero sí la más peligrosa.
Alcanzó el tercer piso con el aliento entrecortado y el corazón desbocado. Las piernas le temblaban violentamente; había perdido demasiada sangre. El dolor tampoco contribuía a que pudiese avanzar el tramo que le quedaba hasta la puerta del único apartamento que había en la planta, y pese a que durante un segundo estuvo tentada de dejarse caer al suelo para retorcerse agónicamente, decidió dar unos últimos pasos e introducir la llave en la cerradura.
Abrió de un portazo y trastabilló hacia delante, sosteniéndose a duras penas gracias a las paredes del sencillo recibidor del apartamento. Se tomó un par de segundos para morderse el labio inferior y contener así un grito de dolor. Luego tomó una profunda bocanada de aire que le ayudó a realizar una llamada de ayuda.
-¡Adam! -aquél berrido le costó una punzada de dolor que se expandió por todo su cuerpo, atacando su sistema nervioso como mil agujas-. ¡ADAM!
Pudo escuchar un golpe en el interior del apartamento, como si a alguien se le hubiese caído algo. Luego un montón de pasos apresurados que corrían en su dirección a lo largo del pasillo. El joven adolescente, de aspecto cuidado pero algo siniestro, apareció frente a ella a los pocos segundos.
Adam abrió sus ojos grises en un gesto de desmesurada sorpresa al encontrarse a su maestra en aquél estado. No habían pasado demasiado tiempo juntos, pero los rumores e historias que circulaban sobre Artemisa eran más que suficiente para saber que su reputación como segadora era impoluta. Siempre salía vencedora en la batalla, y las consecuencias no eran más que unos cuantos y superficiales rasguños que ni siquiera le dejaban cicatrices. De hecho, se contaba que era tan buena dando caza a sus oponentes que recibió su nombre en honor a la diosa griega que se especializaban en ése arte, aunque aquellas teorías nunca habían sido confirmadas. Además, lo más posible es que aquella mujer tampoco se llamara así en realidad.
Artemisa mantenía oculto su pasado, que según contaban era tan oscuro y turbio como misterioso. Nadie sabía con exactitud cuando y por qué pasó a formar parte de Los Segadores, la antigua e inmortal comunidad que se dedicaba a dar caza a aquellos que decidían ignorar las leyes escritas en el Libro de las Horas Oscuras. Éstas leyes fueron redactadas eones atrás por la diosa Nyx, que gobernaba sobre el caos y la noche. La diosa temía que las criaturas que poblaban su mundo de sombras y horror pudiesen destruír a los humanos, y por ello estableció unas normas que deberían cumplir por el bien de todos.
Los Segadores nacieron entonces, con el objetivo de asegurarse de que las reglas de Nyx se siguieran punto por punto. Al principio fueron humanos, pero la Diosa les concedió una longevidad y cualidades físicas superiores a la del resto como agradecimiento al trabajo que realizaban para ella y el Libro de las Horas Oscuras.
-¡Maestra! -exclamó Adam mientras se apresuraba a llegar hasta Artemisa. Le agarró uno de sus brazos y se lo puso sobre los hombros para poder así ayudarla a caminar hasta la pequeña salita del centro del apartamento- ¿Los trolls le han hecho ésto?
Artemisa soltó un siseo de dolor cuando Adam la dejó caer sobre una de las sillas de la estancia. Retiró la mano con la que se apretaba el vientre y observó con una mueca la sangre que empapaba sus ropas. La herida era terrible, pero ahora que estaba con Adam no tenía nada por lo que preocuparse. Después de todo, él era un auxiliar y poseía amplios conocimientos sobre las magias sanadoras.
-No sólo había trolls allá abajo, Adam -respondió con voz cuarteada, observando como el muchacho se inclinaba frente a ella y examinaba cuidadosamente la herida-. Si hubiese sido sólo eso no estaría en este estado, ¿no crees?
Adam negó con la cabeza, y sus labios se tensaron mientras acercaba las dos manos al vientre de Artemisa. Al cabo de un instante, nació de entre sus dedos una luz blanquecina que comenzó a cerrar la herida mágicamente, deteniendo la hemorragia y dejando la piel totalmente intacta. La segadora observó la tarea del muchacho fijamente, reconociendo para si misma que después de todo no había sido mala idea el aceptar que Adam le acompañara.
Los Auxiliares nunca le habían agradado demasiado, incluso cuando su único deber era acompañar a Los Segadores para ayudarles en tareas secundarias y ocuparse de curar sus heridas, como si fueran una extraña especie de escuderos. La idea de tener que cargar con un compañero le parecía de lo más tediosa, y por ello al principio había rehusado totalmente a que Adam fuese con ella. Sin embargo, al final había terminado aceptando. Y aquella decisión le estaba salvando la vida en aquél instante.
-Un troll tampoco le habría hecho esta herida, maestra... -reconoció Adam, que al parecer se estaba esforzando mucho en su tarea-. Pero en ése caso, ¿qué otra cosa encontró en su viaje a las alcantarillas?
Artemisa se mordió el labio durante un segundo. Involuntariamente, en su mente se reprodujeron los acontecimientos que habían tenido lugar en las últimas horas. Ella y Adam llegaron a aquella ciudad después de recibir el aviso de que se estaba produciendo un número de desapariciones inusual en la zona. Por la forma en la que desaparecían y el aspecto que tenían los pocos cadáveres que se habían encontrado, a la segadora no le costó demasiado atribuir aquél desagradable trabajo a un grupo de trolls. Así pues, Artemisa se dispuso a examinar todo el alcantarillado de la ciudad en busca de aquellos seres para darles una lección que les enseñara a no desobedecer una de las más importantes normas de El Libro de las Horas Oscuras: no dañar a los humanos sin justificación. Tras varias horas siguiéndole la pista a los trolls, la segadora dio con su paradero. Sin embargo, no estaban solos en aquellos sucios túneles. Había algo más con ellos, algo que consiguió tomarla por sorpresa, algo que incrementó con creces la fuerza de los oponentes, algo que le causó las heridas que casi la habían arrastrado al Averno.
-Exhaladores -respondió, al fin, y no se extrañó al ver la mueca de desconcierto que hizo su auxiliar-. Nueve.
-¿Exhaladores? Pero... se supone que son criaturas neutrales. No está en su naturaleza el atacar a nadie.
La segadora le dedicó al joven una irónica mirada.
-Pues éstos sí han atacado, y a muerte. Pude matar a tres después de acabar con los trolls, y vencí a otros dos mientras corría hacia aquí -dijo, y fue fácil percibir que no estaba demasiado contenta de haber tenido que huir sin terminar su trabajo. Aquello fue un duro golpe para su férreo orgullo-. Quedan cuatro, pero no podía matarlos mientras me desangraba.
Adam cambió su mueca de desconcierto por una de auténtico terror. Abrió los labios e intentó decir algo, pero no consiguió articular las palabras hasta el segundo intento.
-Espere... ¿Me está diciendo...? ¿Me está diciendo que los exhaladores le hirieron y usted no los mató? -sus ojos asustados buscaron los de Artemisa, y tras que ésta asintiera, Adam se puso en pie- Pero entonces... aún la estarán buscando. Le estarán dando caza ahora mismo.
Artemisa asintió de nuevo. A Adam le pareció casi increíble que los ojos azules de la segadora permaneciesen tan fríos y serenos como siempre. ¡Hablaban de exhaladores! Aquellas criaturas eran fuertes, poderosas, y casi inmortales.
La Diosa Nyx las creó al principio de los tiempos. Tenían una forma humanoide, pero resultaban totalmente intangibles cuando intentabas tocarlos. Sin embargo, cuando ellos querían tocarte a ti, podían hacerlo. Y aquello era un inconveniente si se tenía en cuenta que en lugar de manos tenían cinco afiladas garras, largas y mortíferas como espadas. Los exhaladores las utilizaban para herir y matar, pues era así como obtenían su alimento: estas criaturas se nutrían absorbiendo la última exhalación de alguien al morir.
Sin embargo, y pese a su terrible aspecto, Nyx se encargó de que resultaran totalmente inofensivas para los humanos. Estableció en su naturaleza que jamás matarían a alguien para poder consumir su última exhalación. Deberían esperar a que a alguien le llegara la muerte por medios naturales, y entonces podrían acercarse y tragarse el último suspiro. Era por ello que cuando un exhalador encontraba a alguien a quien le quedaban pocos días, lo fichaba como objetivo y e perseguía a todas partes hasta el momento de su partida al Más Allá. Jamás se detenían, no hasta haber obtenido su preciado alimento. Y ahora que les había dado por ir en contra de su naturaleza e ir asesinando a gente, había que dar por hecho que no pararían hasta matar y devorar la exhalación de la persona a la que habían herido. Su objetivo aquella vez era Artemisa.
-Debemos irnos, maestra, y pedir ayuda a otros segadores -exclamó Adam, moviéndose nerviosamente por la habitación-. Ya ha perdido demasiada sangre, y no podrá enfrentarse a otros cuatro exhaladores en su estado. Aún hay heridas que debo cerrar.
-Adam, no podremos salir de la ciudad antes de que nos encuentren y nos maten a ambos- sentenció Artemisa, y pese a la dureza de sus palabras el tono que empleó fue tan sereno como siempre-. Tenemos que matarlos cuando vengan... Y no tardarán mucho.
El auxiliar se llevó una mano a la cabeza para echarse hacia atrás los despeinados y largos mechones de cabello oscuro. Estaba a punto de alcanzar la histeria. De poco le estaba sirviendo el entrenamiento que había recibido para mantener la calma en instantes como aquél. Era la primera vez que se encontraba en una situación tan peliaguda y, maldita sea, ¡Él sólo servía para sanar heridas, no para provocarlas!.
-Tranquilo, saldremos de ésta -dijo Artemisa, pero luego adoptó una pose pensativa-. Aunque... perdí mi cuchillo de bronce mientras corría hacia aquí.
-¿Q-Qué? -balbuceó Adam, cubriéndose la boca con ambas manos. Su ya de por si pálido rostro se volvió aún más blanco, y no por nada: lo único que podía herir la piel intangible de un exhalador era el bronce. Ninguna otra arma servía contra ellos-. ¿Y qué vamos a hacer ahora?
-Sencillo: tienes que bajar al coche y buscar en el arsenal -explicó la segadora-. Bajaría contigo, pero si los exhaladores me encuentran antes de lo que nos conviene tendremos un problema.
-¿Y si me ven a mí? -preguntó Adam, estirándose las mangas de la sudadera negra que vestía en un gesto nervioso.
-No te harán daño. Su objetivo ahora soy yo, ¿Recuerdas? -dijo Artemisa, y esbozó una pequeña sonrisa que aunque intentaba ser tranquilizadora a Adam se le antojó algo inquietante-. No te lo pediría si eso te pusiera en peligro.
Adam observó a su maestra durante un instante. No llevaba mucho tiempo a su lado, pero aún así no podía hacer más que confiar en ella y creer en sus palabras. Se obligó a apartar el miedo a un lado y a sacar a la luz su orgullo como auxiliar. Su papel era ayudar a la segadora para proteger a los demás y hacer que la ley se cumpliera. Y si para ello tenía que bajar hasta el coche con cuatro exhaladores rondando por ahí, pues lo haría.
-Está bien -dijo, soltando un suspiro para calmar el nerviosismo que recorría su cuerpo-. No tardaré.
Artemisa observó al joven mientras éste se encaminaba apresuradamente hacia el pasillo que conducía a la salida. Cuando Adam desapareció por la puerta, la muchacha se quitó la gabardina que cubría sus brazos. Al dejarlos al descubierto, tuvo que reprimir un siseo: toda su piel era un amasijo de cortes y arañazos que estaban muy lejos de tener buen aspecto. El más ligero de los movimientos suponía una descarga de dolor que azotaba su sistema nervioso, pero no podía permitir que aquello fuese un problema. Aún quedaban exhaladores por eliminar.
Mientras, Adam había alcanzado la calle. Avanzó apresuradamente por la cera, vigilando con cautela todo cuanto le rodeaba y asegurándose de echar una mirada por encima de su hombro cada poco tiempo. Cuando alcanzó el todoterreno negro en el que él y su maestra viajaban, buscó las llaves del vehículo en los bolsillos de sus pantalones para abrirlo rápidamente. Se movió hacia la parte de atrás del coche y tiró de la puerta del maletero. Allí descansaban media docena de bolsas de deporte y maletines repletos de todo tipo de armas.
-Muy bien... -dijo, hablándose a si mismo para infundirse ánimos-. Veamos...
Sus manos buscaron torpemente un arma que sirviera para la ocasión. Examinó dos de las bolsas, pero no halló nada que resultara útil. Encontró cuchillos de plata, dagas de oro e incluso flechas de madera de muérdago, pero nada que fuese de bronce.
Artemisa escuchó como la puerta de la entrada se abría con violencia. Supo al instante que no se trataba de Adam, así que se levantó de la silla con un salto y se movió por la pequeña sala de estar. Por mucho que lo odiara, hasta que su auxiliar regresara con un arma lo más prudente era ocultarse. Así pues, se acercó a la única estantería que vestía las paredes de la habitación y se metió en el hueco que quedaba entre ésta y la pared. Aspiró una fuerte bocanada de oxígeno y se obligó a contener la respiración.
Los exhaladores entraron en la estancia segundos después, moviéndose lentamente, casi como si flotaran. Las cuchillas de sus manos arañaban el suelo, pero no emitían sonido alguno mientras avanzaban por la habitación. Artemisa tensó su cuerpo sin dejar de contener la respiración. Maldijo mentalmente a Adam por tardar tanto, y apretó los puños con fuerza. Los segundos pasaban, y sus pulmones no tardaron en arder pidiéndole aire. Se mordió la lengua para contener las ganas de abrir la boca y respirar, pero sabía que no aguantaría demasiado. Y los exhaladores continuaban vagando por la habitación, buscándola, esperando.
Artemisa podía sentir el latido de su corazón en las sienes. No estaba asustada -había muy pocas cosas que pudiesen infundirle temor- pero sí necesitada de oxígeno. A penas pudo aguantar diez segundos más antes de separar cuidadosamente los labios y aspirar con la máxima delicadeza posible. Sin embargo, aquello fue suficiente como para que los exhaladores detectaran su presencia. Se volvieron todos a una hacia la estantería, y comenzaron a aproximarse alzando las cuchillas en lo alto. Artemisa murmuró una maldición y contó hasta tres antes de empujar la estantería con fuerza, haciendo que cayera justo sobre dos de los exhaladores. Sin embargo, el mueble pasó a través de ellos como si fuesen fantasmas, sin causarle daño alguno.
-Jodida intangibilidad... -murmuró la segadora entre dientes.
Los exhaladores la arrinconaron contra la pared. Artemisa contempló sus posibilidades en un par de segundos: era imposible esquivarlos a todos y alcanzar la salida. La ventana que quedaba a su derecha tampoco era una buena opción, pues al otro lado le esperaban tres pisos de caída libre. Si no hubiese estado tan malherida, tal vez podía haber considerado saltar, pero en su estado era casi tan arriesgado como quedarse donde estaba.
Uno de los exhaladores se detuvo ante ella con las cuchillas en alto. Artemisa observó su rostro, azulado y casi transparente, y se preparó para lo peor. Sin embargo, en el último momento algo llamó su atención.
-¡Artemisa! -Adam apareció desde atrás de los seres y le lanzó algo. La segadora no supo que se trataba de una hoz de bronce hasta que la tuvo en las manos después de agarrarla en el aire. Sus labios se curvaron en una siniestra sonrisa antes de realizar un movimiento de rapidez sobrehumana. Instantes después, la cabeza del exhalador más cercano rodó por el suelo.
Intuyendo el peligro, el resto de exhaladores se abalanzaron velozmente sobre Artemisa. Un nuevo gesto de ésta hizo que la hoz atravesara el vientre de una de las criaturas. Luego saltó hacia el lado más alejado de la estancia. Otro oponente se lanzó contra ella, cortando el aire con sus mortíferas cuchillas. Artemisa puso la hoz por delante, impidiendo así que las garras le cercenaran la cabeza, e intentó darle una patada a la criatura. Por supuesto, su pierna la atravesó sin causarle ningún daño.
El exhalador restante, viendo su oportunidad, se acercó a Artemisa por la espalda y precipitó sobre ella sus cuchillas. Los reflejos de la segadora la ayudaron a apartarse justo a tiempo, pero la criatura que tenía delante fue demasiado lenta, y las garras del otro segador se le hundieron en en hombro, partiéndolo casi por la mitad. Artemisa se apuntó aquél dato: el bronce no era lo único que hería a los exhaladores. Las cuchillas de otros de la misma especie también podían hacerlo.
Aprovechando el instante en el que el exhalador extraía sus cuchillas del cuerpo del que había sido su compañero de caza, Artemisa corrió hasta el lado de su auxiliar, que parecía estar en estado de shock.
-Corre, enano, maldita sea -exclamó, empujándolo sin ninguna consideración hacia la salida.
Ella fue tras sus pasos, pero un intenso pinchazo en una de sus piernas la hizo caer hacia delante. Frenó la caída con los antebrazos, pero aquello fue una mala idea teniendo en cuenta lo heridos que los tenía. El dolor la atravesó desde los hombros hasta la punta de los dedos, haciendo que abriera la mano inconscientemente y que la hoz de bronce se le cayera, desplazándose unos cuantos metros hacia delante con un sonido metálico. Artemisa volvió la vista atrás, descubriendo que el exhalador había estado a muy poco de dejarla sin pierna derecha y que el suelo se estaba empapando con su propia sangre. Incapaz de ponerse en pie, intentó arrastrarse hacia delante para recuperar su arma, pero su esfuerzo fue en vano. La hoz había caído demasiado lejos. Era imposible que lo consiguiera. El exhalador ya estaba dejando caer sus cuchillas sobre ella.
Artemisa no sintió dolor, sólo un gran peso que caía sobre ella. Pasaron unos segundos antes de que pudiese asimilar que tenía encima el largo brazo cercenado del exhalador. Frente a ella, Adam blandía la hoz en alto. Observó como el muchacho la dejaba caer con fuerza sobre la criatura, que se desplomó hacia atrás carente de vida. Artemisa suspiró aliviada. Aquél día había visto su muerte en demasiadas ocasiones. Y era la segunda vez que Adam le salvaba la vida. Definitivamente, hizo bien en llevarle consigo.
-¿Adam? -llamó al auxiliar, pero éste permaneció estático, observando el cuerpo inerte del exhalador con los ojos muy abiertos. Su rostro y su sudadera estaban cubiertos de salpicaduras de sangre.
La segadora alzó el brazo para agarrar la manga de Adam y tirar suavemente de ella. Intentó levantarse una vez más, pero la herida de su pierna se lo impidió.
-Adam, tranquilo -dijo, intentando sacar al muchacho de su trance. Supuso que al ser un novato, aquella era la primera vez que Adam mataba a algo. La primear vez solía ser un poco... impactante-. Ya ha pasado todo. Estamos a salvo.
El auxiliar parpadeó un par de veces antes de dirigir la vista hacia Artemisa. La contempló un largo instante como si no pudiese reconocerla, pero finalmente salió del estado de shock y se dejó caer de rodillas junto a ella. La segadora usó sus dedos pulgares para limpiar con cuidado las salpicaduras de sangre del rostro del muchacho.
-Me has salvado la vida, Adam. Gracias.
-Yo no... yo... pensé que te iba a matar, Artemisa -murmuró, hablando con dificultad a causa del temblor que se apoderó de su labio inferior. La segadora pasó por alto que el muchacho la tuteara de repente, y esbozó una sonrisa.
-Lo has hecho muy bien -dijo ella, acariciando el cabello oscuro del muchacho antes de poner la mano sobre su hombro y darle un par de amistosas palmadas-. Eres un gran auxiliar.
Adam esbozó una sonrisa nerviosa antes de apartar la mirada a un lado. Se percató entonces de la herida en la pierna de Artemisa.
-¡Oh! Te echaré... le echaré una mano con eso -dijo, y se apresuró a comenzar a curarle todos los desperfectos.
Artemisa se movió para apoyar la espalda en la pared mientras su auxiliar hacía su trabajo. Se permitió relajarse un instante al sentir como la magia del muchacho aliviaba el dolor y el cansancio casi instantáneamente. Mientras, contempló el cadáver del exhalador. En cuanto sus heridas estuviesen curadas, debían partir hacia El Templo lo más rápido posible e informar al resto de segadores de lo que había ocurrido allí. Debían averiguar sin demora qué había hecho que aquellas criaturas, pacíficas y tranquilas por naturaleza, se convirtieran en intangibles máquinas de matar. Sin duda había algo muy gordo detrás de todo aquello. Algo gordo y horrible. Y ella llegaría hasta el fondo del asunto para poder solucionarlo, tal y como había estado haciendo los últimos cuatrocientos años.
Después de todo, aquella era la tarea de un segador.


14 abril 2012

Ascendead Master ~ Parte I: El horror.

Catherine no sabría decir cómo terminó en el pequeño hospital en el que trabajaba. Ella sólo recordaba que en su juventud había querido ser artista: dibujar, pintar, pasarse el día frente a un lienzo en blanco, vestida con un mono lleno de manchas y dejar que sus sentimientos fluyeran a través del pincel hasta convertirse en una serie de colores y trazos cuyo significado total sólo ella conocería. 

Sin embargo, el destino decidió que sería más útil siendo auxiliar en un hospital, así que algunos pequeños actos en su vida reconstruyeron sus ideas del futuro y la empujaron por la senda de la medicina. Salió de la universidad con 20 años, poseyendo aún algo en su aspecto que la había parecer una niña, y tuvo la suerte de encontrar trabajo a las pocas semanas de terminar la carrera en un hospital agradable, donde conocía a todos los compañeros, donde se podía charlar a la hora del café y donde se conseguía un buen sueldo que le permitía llegar a fin de mes desahogadamente.
Ella consideraba que le iba mucho mejor de lo que había esperado e incluso se consideraba afortunada a causa del nivel de vida que podía llevar y por el hecho de poder poner sus conocimientos en práctica para ayudar a la gente. Claro que, por aquél entonces Catherine no sabía que ese pequeño hospital al que fue destinada marcaría su vida, e incluso su muerte, ya que en él se inició la cadena de hechos que fueron sucediéndose al igual que la caída de piezas de dominó, formando una serie de acontecimientos que desembocarían en su renacer.

La noche que marcó un antes y un después en su vida, y tal vez en la de todos nosotros, Catherine se encontraba sentada en la sala de guardias del hospital. No le agradaba demasiado hacer turno de noche, ya que todos  los que acudían al centro a aquellas horas eran borrachos que se habían pasado ingiriendo alcohol y gente que había cometido severas imprudencias. Aun así, agradecía la tranquilidad nocturna y aquel ambiente fresco que le hacía olvidar el olor a desinfectantes y antibióticos que se habían impregnado en todos los rincones del edificio.
La única compañía que tenía en aquél momento era una taza de café aguado, una bombilla que parpadeaba y una pequeña radio que emitía un programa informativo que recogía los acontecimientos más importantes del día y a la que no prestaba demasiada atención, ocupada como estaba en escrutar la oscuridad que se extendía más allá de la ventana de la sala.
Era una noche cerrada, excenta de estrellas, y apenas eran visibles las luces de las farolas que marcaban la carretera a causa de una fina bruma que flotaba en el ambiente. Los últimos días habían sido bastante húmedos, y en aquella región no era extraño encontrarse con una neblina que surgía sólo en las horas tardías y que jugaba a distorsionar el paisaje, pero a Catherine siempre le había parecido algo inquietante, digno de escenas descritas en los libros de terror que tanto la fascinaban.

“… últimamente se ha podido sentir claramente el entusiasmo de  los accionistas de la industria, que nace a causa de las conjeturas que ya se han lanzado respecto a la naturaleza del proyecto de la que se podría considerar la mayor compañía de seguros de vida a nivel internacional, “Descendientes de la rosa”, más conocidos por “Descendiente Courp”. El nuevo proyecto anuncia un  producto cuya existencia se puso de manifiesto la semana pasada, atrayendo la atención de millones de persona. De este misterioso producto conoceremos todos los detalles a final del mes, justo cuando está anunciada su salida al mercado. Hasta ahora sólo se han escuchado rumores sobre él, pero se ha confirmado extraoficialmente que recibirá el nombre de “Proyecto de vida eterna”. Este nombre alzó una gran polémica e hizo que se dispararan las alarmas de diversos sectores sociales. Sin embargo, algunas fuentes aseguran que va a cambiar el mundo…”

Catherine suspiró, y el cristal se empañó frente a ella durante unos segundos. No era la primera vez que escuchaba aquella noticia. De hecho hacía una semana que no escuchaba hablar de otra cosa que no fuese de aquella compañía de seguros de vida y su proyecto de inmortalidad. En todas partes circulaban rumores y conjeturas sobre la misteriosa noticia, y todos los días se publicaban exclusivas en diversos medios de comunicación que aseguraban haber conseguido la verdad sobre el proyecto con un mes de antelación. Por supuesto, la mayoría de estas exclusivas no eran más que patrañas cuya falsedad quedaba en evidencia a las pocas horas de su salida.
Catherine no comprendía tanta exaltación social, pues para ella era evidente que lo de la inmortalidad no era más que un gancho, un recurso de marqueting que tenía el objetivo de captar la atención de todo el mundo. (Y desde luego, lo había logrado.) Tampoco comprendía como en la sociedad moderna en la que vivía aún había gente que creía en aquello de la inmortalidad. Se suponía que con el avance ideológico la gente había comprendido el sentido de la vida, le había perdido el miedo a la muerte y la había aceptado como algo natural, una de aquellas cosas que precisamente debían recordarnos que estábamos vivos. Pero no: la sociedad se había convertido en una masa que los grandes medios podían moldear a su antojo, conduciéndolos en la dirección que más beneficios les aportaba, y lo peor es que no se hacía nada por evitarlo. Claro, que tal vez la sociedad estuviese mejor así; tal vez la gente prefería tener las esperanzas depositadas en cosas tan imposibles como la vida eterna y la inmortalidad, como si vivieran en el medievo, donde se creía en los poderes de las brujas, en las maldiciones y en los pactos con el diablo.

Un sonido agudo y muy lejano de ser musical rompió el silencio en el que Catherine se había quedado suspendida sin darse cuenta cuando la radio dejó de emitir, e hizo que se sobresaltara y que se sintiera estúpida al darse cuenta de que sólo había sido el rudimentario sistema de comunicación que tenían en el hospital y que la informaba de una emergencia urgente.
Apuró el amargo café de un trago y salió de la sala de guardia apresuradamente, poniéndose la bata blanca a la vez que caminaba por los oscuros pasillos, que también le recordaban a aquellos que se describían en la literatura de terror. Lo cierto es que el aspecto del hospital no era demasiado moderno, si bien contaba con todo lo necesario para salvar vidas y solucionar las emergencias sin ningún problema.
Los viejos suelos, que recordaban a un tablero de ajedrez a causa de su alternancia el blanco y negro, estaban ya desgastados, y el papel pintado de las paredes había comenzado a desprenderse desde hacía ya un tiempo. Las puertas de las habitaciones, que se alzaban simétrica y ordenadamente a ambos lados del pasillo como si fuesen guardianes de la noche estaban hechas de madera vieja, y los vidrios de los cristales habían dejado de tener aquél brillo que caracterizaba a lo nuevo, pese a que el equipo de limpieza del hospital hacía muy bien su trabajo, manteniéndolo todo reluciente y pulcro.

A Catherine no le hizo falta caminar demasiado para encontrarse con un grupo de compañeros que arrastraban una camilla sobre la que yacía una persona de corta edad en estado de inconsciencia. Se unió el grupo, acompañándolos en dirección al quirófano, ya que la paciente necesitaba intervención urgente.
No pudo evitar que se le helara la sangre al darse cuenta de que el pequeño cuerpo pertenecía al de una niña, una niña que fue llevada a la sala de emergencias entrada la noche. Un accidente de coche. Era demasiado tarde para salvar a sus padres, pero ella aún tenía una posibilidad.
Agarró su brazo, con la inútil esperanza de que aquél gesto le influyera las fuerzas que necesitaba para luchar contra la muerte, mientras continuaba corriendo  junto al grupo y arrastrando la camilla por los pasillos.
Rompía el corazón ver su dulce aspecto infantil resquebrajado a causa de los entubamientos que le fueron puestos, los cables que le fueron conectados y la sangre que teñía su ropa aquí y allá y se deslizaba por la camilla hasta el suelo. El jefe se mostraba nervioso mientras  indicaba instrucciones a los auxiliares una vez en el quirófano. Su nerviosismo delataba que no tenía demasiadas esperanzas en salvar a la pequeña, pero aun así sentía el deber de intentarlo. Catherine sabía que jamás se había enfrentado a algo así, no sólo por la escasa edad del paciente, sino por el lamentable estado en el que se encontraba.

-La presión arterial disminuyendo un 60% -indicó una auxiliar, que observaba atentamente el monitor al que había sido conectado la pequeña.-¡Pulso cayendo!
-Tenemos que detener la hemorragia –indicó uno de los auxiliares, que se esforzaba por presionar la herida que no dejaba de manar sangre.
-¡Lo sé! –respondió el jefe, cuyo nerviosismo parecía haberse acentuado, a pesar de que su profesionalidad impedía que aquello afectara a lo que estaba haciendo.

Un agudo pitido continúo llenó entonces el ambiente de la sala, y su  fatídico significado fue traducido innecesariamente por uno de los presentes.

-Perdió el pulso.
-Preparad el desfibrilador… ¡ahora!

El jefe comenzó a poner en práctica los ejercicios de reanimación, pero el pitido continuaba flotando en el aire, anunciando que habían perdido a la pequeña, que su corazón había dejado de latir.
En aquél instante Catherine se sintió totalmente inútil. No podía hacer nada más que rogar que la niña volviera a abrir los ojos, pero en el fondo sabía que aquello tampoco servía de absolutamente nada.
Escrutó el rostro de la pequeña, que parecía estar simplemente dormida, aún sin poder creerse que no pudieran haber hecho nada por ella. Y entonces, para el asombro de todos, ocurrió algo que técnicamente era imposible en un hospital: se quedamos a oscuras. La luz se esfumó, las bombillas dejaron de funcionar. Todos los allí presentes fueron sumergidos en una espesa oscuridad que acentuó la tragedia del momento, y las comprensibles exclamaciones de sorpresa se escucharon sobre el silencio que había dejado la ausencia del pitido, que se había apagado también ante la falta de electricidad.

-¿Qué demonios…?
-¿Qué ocurre con el generador?
-No funciona…

No dio tiempo a que alguien propusiese una solución o a más muestras de sorpresa, pues tan momentáneamente como se esfumó la luz, regresó. Las luces de quirófano parpadearon durante un instante, antes de recuperar su potencia y volver a iluminar la habitación tan intensamente como un instante antes lo habían estado haciendo.
Y entonces, gracias a que a que para cuando volvió la luz regresó Catherine aun estaba  dirigiendo la mirada al rostro de la niña, pudo ver aquello que durante un tiempo atribuyó a la confusión y a la desolación del momento, pero que durante muchas noches protagonizaría sus sueños.
La niña abrió los ojos. Separó los párpados en un gesto rápido y brusco, y sus pupilas miraron al frente, sin fijarse en nada en concreto ni mostrar ninguna clase de emoción. Pero no fue aquello lo realmente impactante, sino el color de sus orbes, que resultó ser rojo como la sangre, intenso, y parecía fluir alrededor de la profunda negrura de sus pupilas, como si el color se hubiese fundido.
Catherine sintió como se le ponía el bello de punta, y durante un momento se descubrió inquieta. Había algo que había cambiado dentro de aquella sala, algo que despertaba su incomodidad y que la hacía sentir insegura. Algo que la agitaba y hacía sonar sus alarmas internas.

-Tenemos pulso… -dijo la auxiliar que hacía tan solo un segundo se había encargado de comunicar los fallos que estaba teniendo el sistema de la paciente.
-¿Qué diablos…? –murmuró el jefe, a la vez que dedicaba una confusa mirada al auxiliar, como buscando una explicación a lo que acababa de ocurrir.

Y entonces, un escarlata aún más intenso que el de la mirada de la niña llamó la atención de Catherine un poco más abajo, en su cuello, donde había dos pequeñas heridas aún sangrantes que no había visto antes. La auxiliar sintió que se heló la sangre. Aquellas marcas le recordaron automáticamente a las mordeduras de los ficticios y míticos chupadores de sangre que se describían en las novelas de criaturas nacidas de la sombra y el horror.
Catherine contuvo la respiración, no sólo por la impresión de aquél descubrimiento, sino por aquella sensación de inquietud que aún se agitaba en su interior. Asustada sin saber por qué alzó la mirada del cuello de la niña hacia sus compañeros, pero ninguno parecía haberse percatado de aquellas marcas.

-Hay una herida en su cuello… -dijo finalmente, dirigiéndose al jefe, que alzó las cejas antes de fijar la mirada en el cuello de la pequeña.
-No hay nada-sentenció el, para su sorpresa.

Y lo cierto es que su sentencia no fue equivocada: no había nada en el cuello de la pequeña. Las marcas se habían esfumado, la sangre había desaparecido. La tersa y blanca piel de la niña estaba intacta, sin marcas o arañazos.
Catherine parpadeó, incrédula. ¿Había sido su imaginación? No, estaba segura de que lo había visto, pues en caso contrario no había explicación a la aceleración de pulso que estaba sufriendo y al escalofrío de inquietud que le recorrió espalda de arriba abajo.

Alzó la vista de nuevo, dispuesta a comprobar si realmente nadie más a parte de ella misma había visto aquellas heridas, pero todos estaban atentos al monitor, que anunciaba buenas noticias: el pulso era completamente estable, al igual que la presión arterial y su respiración. La niña se había salvado, la hemorragia había cesado completamente. Catherine pudo escuchar los suspiros de alivio entre sus compañeros e intuir las sonrisas que esbozaban bajo las mascarillas de hospital.
Pero ella no sonrió. Sentía una parálisis a causa de la impresión del hecho que acababa de producirse y del que al parecer, sólo ella me había percatado. Parpadeó un par de veces más, sintiéndose realmente aturdida. En aquél instante todo comenzó a ocurrir a cámara lenta a su alrededor, y parecía que sólo ella podía sentir aquella alarma en su interior y que le decía que había algo extraño allí dentro.
Y, de nuevo, volvió a percatarsede otra anomalía. En aquella sala había más gente de la que debería. Había un intruso, un desconocido, entre el equipo. Catherine sintió un pálpito en el pecho al ver pasar frente a ella, por detrás de la camilla y de sus compañeros, a un auxiliar que cubría su rostro con la habitual mascarilla y sombrero que todos los trabajadores debían llevar en el quirófano.
A penas unos mechones de cabello castaño que le caían al extraño desde el gorro eran visibles, junto a sus ojos, que miraban al frente, en dirección a la salida, sin desviar la vista hacia Catherine aun cuando ella le miraba tan descaradamente, pero a ella sólo le hicieron falta esos detalles para tener claro que no le había visto nunca.
Los pasos lentos y la silenciosa presencia del desconocido no parecían atraer la atención de nadie más en la sala, pero Catherine no podía separar la mirada de él, de sus ojos fríos, como si su esencia le atrajera al igual que un campo gravitacional. Entonces fue cuando la joven auxiliar presenció el horror que se descubrió repentinamente en el rostro del intruso, un instante antes de que le diese la espalda y saliera de la habitación sin hacer ningún sonido.
Aquél horror superaba a todo lo que Catherine había visto, e hizo que se sintiera flotando en el vacío, sin aire en los pulmones y sin sangre en las venas.

Aquél horror… sería el inicio de una sucesión de paranoias y pesadillas que se prolongarían hasta el fin de sus días.





10 abril 2012

Y sigue.


La vida no es sencilla, y lo digo ahora, como adolescente, al igual que lo diré en un futuro, siendo adulta. Creo que esta aclaración viene siendo precisa teniendo en cuenta que sólo soy una chica que ni siquiera alcanza la mayoría de edad y que, por lo tanto, todo lo que digo viene supuestamente deformado por la falta de experiencia y el desconocimiento absoluto que poseo sobre todo aquello que me rodea. Dicho esto, procedamos: 

En sí misma, la vida general está llena de injusticias, desequilibrios, sorpresas, secretos e intrigas. Una línea continúa que es marcada constantemente con los hechos que acontecen en ella y que pueden pasar inadvertidos a nuestros ojos, ya sea por ignorancia, desinterés o simplemente porque son secretos guardados bajo llaves demasiado inalcanzables para personas de a pie como tú y yo. 

En sí misma, la vida concreta, la mundana, la individual, es aún peor.  
Cuesta ponerse a reflexionar de la simpleza de algunos actos que tan poco importan a los millones de personas que somos, ya que para individuos concretos estos actos pueden ser decisivos a la hora de trazar el camino a seguir. Y cuesta aún más decidir qué actos son los que realmente van a resultar decisivos, sobretodo cuando hay opiniones que aseguran que lo mejor es pensar poco y dejarse llevar, mientras que otras aconsejan meditar, ser prudentes y precavidos. 

Sinceramente, escucho demasiadas voces, y todas ellas están muy lejos de ayudarme en esto. Y no es que no las agradezca. 

Sé que cada uno debe vivir su propia vida, sin dejar que otros intercedan en ella de forma excesiva, pero a la vez tengo claro que estas intervenciones son vitales para mí. Y llevo escuchando toda la vida que hay que seguir adelante, sin mirar atrás pero sin olvidar quién eres. Luchar por aquello que quieres sin renunciar a lo que te importa. 
Demonios, si es eso lo que tengo que hacer creo que voy francamente mal.

Envidio a la gente que es capaz de dar un paso hacia delante sin temer el poder tropezar. 
Ansío el poder de poder alzarme después de una caída una y otra vez, y sentirme tan fuerte como al principio. 
Desearía tener una pequeña idea de lo que hacer ahora. 

23 diciembre 2011

Dudas

"Dudar es de sabios.
Cada uno tiene que encontrar por si mismo las respuestas. Las del prójimo no valen nada.
Es parte del destino del ser humano, buscar a tientas las respuestas para las preguntas que se hace sin cesar.
Trabajo condenado al fracaso porque las verdaderamente importantes no tienen solución alguna"

                                                                       Pá.

01 noviembre 2011

Necrópolis.

Aquella era una oscura noche sin luna en la que las sombras a las afueras de la ciudad engullían todo lo que sus oscuras lenguas abarcaban.
La sinfonía de la noche se componía del murmullo de las hojas al ser agitadas por el viento, y del ulular de algún búho que se atrevía a desafiar al helor y la humedad que acompañaba a aquellos días de invierno.
Sin embargo, la luz que se filtraba a través de las ventanas de una pequeña casita, y las viejas notas que surgían de un destartalado gramófono plantaban cara a aquél tenebroso panorama. En su interior, sentado junto a una pequeña chimenea, descansaba un hombre al que la vejez comenzaba a ganarle terreno. Sus pequeños ojos, enmarcados por un sinfín de arrugas, permanecían fijos en el baile que efectuaban las llamas, mientras que su mente, muy lejos de allí, repasaba los recuerdos de la vida que había quedado escrita en su memoria, actividad que se vio obligado a interrumpir cuando el viento se alzó de pronto, haciendo crujir los cristales de las viejas ventanas.
Con un gesto de fastidio, se levantó del desteñido butacón donde descansaba y se acercó a la ventana más cercana. Usó el puño de su jersey para desempañar el cristal, y a continuación pegó la frente al cristal para observar el exterior con detenimiento. Fuera, continuaba reinando la soledad a la que ya estaba acostumbrado.
Dirigió la vista hacia la oxidada pero imponente verja de acero que quedaba a pocos metros de su humilde hogar. Sobre ella, una enorme placa de metal rezaba “Necrópolis” en letras oscuras.
Suspiró, y se dio la vuelta para regresar a su descanso, murmurando algo en voz baja. Era algo a lo que estaba acostumbrado, en realidad: hablar consigo mismo era una forma de hacerse compañía. Aunque ya se había acostumbrado a ello, pues llevaba casi un lucro viviendo allí en soledad, cuidando de las verjas del cementerio de la ciudad, asegurándose de que nadie se acercaba a horas inadecuadas y que ningún joven con ganas de aventuras se atreviera a molestar a los difuntos.  
Se dejó caer sobre el butacón de nuevo, sin imaginar que sus ancianos ojos habían pasado por alto una presencia en el exterior. Pero en realidad nadie podría culparle; la figura que caminaba entre los árboles era capaz de fundirse con la oscuridad que la rodeaban para pasar totalmente desapercibida, como una sombra más.  
Una joven, vestida de oscuras prendas, había esperado que el viejo celador volviera a su lugar junto al fuego antes de acercarse a la verja, para trepar por ella rápidamente y dejarse caer al otro lado con la agilidad digna de un gato.
Las hojas secas crujieron bajo el peso de sus botas, pero el sonido quedó ahogado por el gemir del viento. Observó de nuevo la ventana iluminada de la pequeña casa antes de internarse en el campo santo, esquivando las cruces y tumbas que surgían del suelo, implorando un recuerdo para los que descansaban eternamente bajo ellas. Sin embargo, la intrusa continuaba pasando entre ellas, dirigiéndose al núcleo de la necrópolis, mientras cientos de caras impresas en las fotografías de las lápidas la observaban fijamente, como únicos testigos de su presencia.
A cualquiera le hubiese inspirado temor el pasear a media noche entre tumbas, pero ella estaba acostumbrada a moverse por lugares así, e incluso peores, y sabía que los muertos era a lo que menos debía temer, ya que lo único que hacían era intentar descansar en paz.
Continuó moviéndose entre los laberínticos caminos rápidamente, con su gabardina ondeándose suavemente tras de ella, hasta que llegó a la zona de los panteones. Aquél lugar quedaba ligeramente más elevado que el resto del cementerio, y desde allí podía verlo casi en su totalidad. Cerró los ojos, y durante un momento pudo imaginarse los rostros de los vivos que visitaban aquél lugar cuando la luz del sol los amparaba: rostros surcados de lágrimas, rostros que reflejaban el temor que normalmente inspiraban los lugares como aquél. El temor al fin de la vida, que en muchas ocasiones se antojaba demasiado fugaz.
Decidida a no perder más tiempo, se acercó a uno de los panteones y observó su interior. Aquél sepulcro no llamaba la atención especialmente, pues su vejez se hacía evidente en las fracturas que se abrían en las piedras de las paredes, y las inscripciones habían quedado casi ilegibles. Quedaba totalmente eclipsado por la grandeza de los otros mausoleos, construidos por gente rica que pensaba que por ser enterrado entre lujos sobreviviría más tiempo en el recuerdo de la gente, y merecería un lugar más digno en lo que llamaban “paraíso”. Aquella era una de las creencias que evidenciaban la ignorancia  que los humanos poseían en cuanto al fin de la vida.
Observó la corrompida cadena caída bajo la verja de entrada, y sonrió. Después de todo, ellos habían llegado antes que ella.
Sin un titubeo, empujó las dos puertas que permitían el acceso y que emitieron un sonoro chirrido que resonó en el cavernoso interior del panteón, para cerrarlas de nuevo tras de sí y situarse con un par de pasos frente a la pared del fondo, en la que descansaba un pequeño y carcomido crucifijo de madera que presentaba lo que a primera vista parecía una quemadura circular. Sin embargo, los que conocían su significado y podían mirar más allá, podían ver que aquél circulo tenía inscrito en su interior un mensaje en extrañas e incomprensibles palabras que pocos sabían leer.
Por suerte, ella sí podía hacerlo, y las pronunció en voz alta con una melodiosa entonación que pareció flotar en el aire aun cuando sus labios se cerraron. Un instante después, una de las losas del suelo se desplazaba, mostrando unas escaleras de mármol que parecían bajar hacia las entrañas de la tierra.
Comenzó a descenderlas, sumida en la más espesa oscuridad, que no parecía dificultarle la tarea. No tardó mucho en llegar a la parte más baja, que se asemejaba sorprendentemente al recibidor de una casa no demasiado modesta. Ante ella, una puerta de madera oscura flanqueada por un par de velas la invitaba a penetrar la estancia que era su destino.
Agarró el pomo con una mano enguantada y accedió a la habitación del otro lado, que quedaba potentemente iluminada por docenas de candelabros que se sujetaban a la pared, recubierta por estanterías llenas de tomos antiguos.
El centro de la estancia quedaba ocupado por una mesa de cristal y madera sobre la que descansaban un par de copas y una botella de brandi. A su alrededor, sentados en varias sillas tapizadas por terciopelo, se encontraban cuatro hombres jóvenes de aspecto muy distinto  que ya conocía, y que permanecían en un silencio espectral que sólo cesó después de que levantaran la vista hacia ella.
-Vaya, por fin apareces, Catherine… -dijo uno de ellos, sonriendo, mientras apuraba la copa que sostenía en sus manos- pensaba que no te presentarías a la cita.
La joven abrió la boca para responder, pero antes de que pudiera hacerlo otro de ellos, que iba acompañado de un chico totalmente igual a él, discrepó.
-¿Catherine?-sonrió-Bueno, confieso que estoy confuso… ella se nos presentó a mí y a mi hermano con otro nombre… -le dirigió una mirada perspicaz- ¿Verdad, Anne?
Ella le sostuvo la mirada, que pronto se vio trasladada a otro punto de la habitación, en el que se hallaba un hombre cuyo rostro quedaba casi totalmente completo por una oscura melena negra sobre la que caía la capucha de la túnica que vestía.
-El nombre que usó conmigo fue Madeleine-dijo, mirando fijamente la brillante superficie de la mesa.
Hubo un fugaz e incómodo silencio que se resquebrajó cuando el primero de los jóvenes arrastró la silla para levantarse, dejando la copa sobre la mesa y retirándose un mechón de cabello azulado de los ojos.
-Entonces… ¿nos vas a decir quién demonios eres, y para qué nos has citado aquí?
Ella los observó detenidamente, guardando silencio. Ellos no conocían su nombre real,  y posiblemente no lo hicieran nunca, pero ella sí sabía quiénes eran aquellos cuatro individuos. Le había costado meses dar con ellos, pero el encontrarlos reunidos bajo el mismo techo le garantizó que todo el trabajo y la búsqueda habían valido la pena.
-Bueno, si no vas a responder, será mejor que nos marchemos… -uno de los gemelos se puso en pie.
-Está bien- dijo ella –está bien… -y sonrió-  Confieso que no creía que fueseis a acudir todos a la cita… pero ahora que estáis aquí…
Su voz fue coreada por un chasquido que hizo que los cuatro citados se pusieran alerta. Sin embargo, antes de que ninguno pudiese moverse, la desconocida había abierto su gabardina, y sujetaba sendas pistolas de plata en las manos, apuntando directamente hacia donde ellos se encontraban.
-Que comience el juego –sentenció. 

12 septiembre 2011

Mi mundo

Mi mundo es mucho más pequeño de lo que todos piensan, podría decirse que es tan sólo una pequeña estancia que no está vacía. Tú puedes moverte por mi mundo si así lo deseas, pero sólo si prometes tener cuidado con lo que hay en él.
Lo primero que tienes que saber si quieres entrar es que no hay demasiada luz, y por ello deberás mirar dos veces un rincón para ver lo que en él descansa. Puede que las sombras te aturdan o te engañen, y sólo diferenciarás la verdad de una farsa si te esfuerzas en ello.
El suelo de mi mundo es brillante, y está cubierto de libros. Páginas antiguas, páginas nuevas, páginas que relatan vidas, recuerdos, historias, sentimientos y sensaciones. Páginas llenas de esencias, que pertenecen a aquellos que me importan. Tal vez tú algún día te ganes un lugar, un libro, y un espacio en el suelo. Puede ser que nunca lo sepas, al igual que no lo saben los que ya figuran en los tomos, pero tu nombre ya está escrito en uno de los lomos, aunque sus páginas están en blanco, y lo que se escriba en ellas sólo dependerá de ti.
En mi mundo suena un violín. No, un piano. No, estoy segura de que es un violín, aunque también podría ser un piano, y de hecho, lo es. No es una melodía alegre, no es una melodía triste. Puedes darle el sentido que desees, ya que jamás entenderás lo que significa en realidad. Es la melodía de mi mundo, la que siempre me acompaña, y sólo yo puedo comprenderla. Pero no te molestes, estoy segura que en tu interior suena una melodía que yo nunca podré comprender.
Las paredes están desnudas, pero en ellas hay escritas más palabras de las que podrías leer en una vida. Son palabras que significaron algo, pero que he terminado olvidando. Son el eco de lo que alguna vez flotó en el aire, y que finalmente quedó atrapado en el muro. No he podido borrarlas, pero ahora tampoco deseo hacerlo. Si están ahí, será por algo.
En mi mundo hay una ventana. Es una gran ventana, aunque a veces desaparece. No sé qué se puede ver a través de ella, ya que no me he asomado aún, pero si tú deseas averiguarlo sólo tienes que echarle un vistazo.
Ahora que lo has visto todo, puedes marcharte si así lo deseas. Espero que hayas disfrutado de tu visita, yo la recordaré siempre.
Tus huellas quedarán marcadas sobre el polvo.


09 agosto 2011

Jack the ripper. Capítulo I, escena III

Londres era una enorme e importante ciudad a finales del siglo XIX, pionera en industria y descubrimientos, alzada sobre la base del orgullo de sus ciudadanos. En ella, cada día tenían lugar docenas de acontecimientos que, importantes o no, debían llegar a los habitantes de la capital inglesa con el mayor lujo de detalles. Sin embargo algunas veces la publicación de ciertas noticias se consideraba “innecesaria” por personas influentes, importantes, personas que ocupaban altos cargos y que no deseaban que ciertos sucesos se dieran a conocer, y la mayor parte de las veces lo conseguían, gracias a “generosas donaciones” a los directores de los medios de comunicación, que podían convertirse en amenazadoras advertencias en su defecto.
Sin embargo, algunos periódicos se atrevían a publicar artículos que podrían enfurecer a más de una entidad. Uno de ellos se enorgullecía de llevar el nombre de London's shadow, y había conseguido situarse en uno de los primeros puestos en las listas de popularidad, sorteando todos los obstáculos que se le presentaban. Pese a ello, el London’s shadow continuaba editándose en las pequeñas oficinas donde lo había hecho desde su fundación, cuarenta y siete años atrás, en un pequeño edificio céntrico cuya fachada pasaba fácilmente desapercibida entre las grandes estructuras que se alzaban en el núcleo de la ciudad.
La fachada estaba cubierta de una rojiza cara vista, que otorgaba aquella sencilla elegancia que quedaba rematada por la puerta principal, que consistía en dos hojas de madera noble no demasiado trabajada, y que permitía el acceso al edificio.
El interior tampoco destacaba particularmente. A parte de una pequeña secretaría, las otras estancias se repartían dividiéndose en despachos y salas de redacción, en las que siempre flotaba un murmullo constante compuesto del sonido de cucharas chocando contra la porcelana de alguna taza, el frenético tecleo de los periodistas en las máquinas de escribir, la campanilla del recién instalado teléfono y susurros que en ocasiones hacían pedazos la concentración de algunos trabajadores. Por ello, cuando Evangeline Evans entró en la sala referida a asuntos policiales y política, abriendo la puerta de un portazo y maldiciendo en voz demasiado alta.
La mayoría de personas que había en la sala la miraron de forma no demasiado amable, pero otras se limitaron a suspirar, acostumbrados ya al comportamiento de la extraña mujer y a su difícil carácter.
Cuando Evangeline llegó hasta su mesa y se dejó caer sobre la antigua silla acolchada después de dejar la cámara con cuidado en el suelo, todos retomaron su trabajo allí dónde lo habían dejado. Todos menos una mujer que continuaba observando a la recién llegada desde su escritorio, apoyando la cabeza, cubierta de rizos dorados, sobre las manos, cuyas uñas aún contenían restos de esmalte rojo.
-¿Qué ha pasado esta vez, pequeña?-preguntó en voz demasiado baja para que los demás escucharan, pero lo suficientemente alta para que Evangeline sí pudiera hacerlo.
Evangeline levantó la mirada hacia la rubia, que le dedicó una amplia sonrisa, y suspiró, inclinándose hacia delante para apoyar uno de los codos en la mesa. Se preguntó si Morgan se cansaría algún día de hacerle esa pregunta.
-Vamos, puedo ver en tu mirada que has tenido algún contratiempo- insistió Morgan, enredando uno de sus rizos rubios en los dedos-. A mí no me engañas.
Cierto, no podía engañarla, habían sido compañeras durante demasiado tiempo como para intentar siquiera ocultarle algo.
-¿Ha pasado algo en Whitechapel, verdad?
Evangeline volvió a suspirar, asintiendo, y Morgan hizo un gesto de satisfacción. No solía equivocarse, ya estaba muy acostumbrada a las desventuras de aquella joven, desde las peleas con los jefes del London’s Shadow (que la calificaban de insolente pero no tenían las suficientes agallas como para prescindir de una periodista tan excelente como ella) hasta las amonestaciones que recibía por meterse en lugares privados o por hurgar en asuntos que no le incumbían.
-Sí… me encontré con la policía metropolitana-respondió por fin Evangeline, utilizando el mismo tono de voz que Morgan.
-Oh, pero sabías que eso iba a pasar-dijo la rubia, alzando una ceja- el informador de esta mañana nos dijo que la policía ya había llegado a la escena del crimen.
-Sí, sí, lo sé. Pero… Intentaron echarme –Evangeline cogió una de las plumas que descansaban sobre su escritorio, y se puso a observarla sin interés.
-¿Intentaron echarte? Bueno, supongo que esta vez no te resistirías… -aventuró, pero el silencio de su compañera fue suficiente como para demostrarle que se equivocaba.- ¡Evangeline! ¿Otra vez? Ya hemos tenido muchos problemas con tus… -dejó de hablar al ver que uno de los periodistas la miraba seriamente. Al parecer había alzado demasiado el tono de voz. Se apresuró a enmendarlo.-Ya hemos tenido muchos problemas con tus conflictos con la policía metropolitana.
Evangeline agitó la pluma en el aire.
-¿Crees que no lo sé, Morgan?-dijo, en un tono malhumorado- pero no esperarás que deje que me echen a las buenas. Después de todo, soy una periodista, informo al mundo de lo que ocurre, no veo por qué no debería hacer mi trabajo.
Morgan pareció querer decir algo, pero se limitó a poner los ojos en blanco.
-Además, son todos unos incompetentes de mentes cerradas. Me sacan de quicio, son tan fanfarrones pensando que son capaces de todo, cuando en realidad no son capaces de ver más allá de su…
-Oh -interrumpió Morgan de pronto, y esbozó una media sonrisa- Así que te has encontrado con Abberline, ¿eh?
Evangeline intentó disimular su mueca de sorpresa dirigiendo la mirada en dirección contraria al escritorio de su compañera.
-He dado en el clavo, soy genial-Morgan repitió el gesto de satisfacción, y Evangeline frunció el ceño- Y, cuéntame, ¿Qué tal todo?
-¿Qué quieres decir? Continua siendo tan insoportable como siempre lo ha sido. Parece un infante atrapado en un cuerpo de adulto.
-Un cuerpo bastante apuesto, por cierto.
La divertida mirada de Morgan hizo que Evangeline sonriera.
-Sí, muy apuesto… -dijo, en un tono de no muy logrado sarcasmo- Será por ello que tiene más éxito con las mujeres que en su trabajo.
-Vamos, no seas cruel. Sabes que es el mejor detective de todo Londres, ha resuelto más casos por sí mismo que el cuerpo metropolitano, incluso más que la Scotland Yard.
-Bah, pierde todo su mérito después de haberse pasado tantos meses en la sombra.
-Estoy segura que Abberline ha tenido sus motivos para ello. Ser detective debe ocasionar mucho estrés, y ni siquiera tiene una mujer a su lado que le ayude con eso… -Morgan lanzó una mirada furtiva a su compañera.
-Oh, no me extraña. ¿Qué clase de mujer soportaría a semejante?-su pregunta obtuvo como respuesta otra de aquellas características miradas- Morgan, ni se te ocurra pensar que yo…
-Vamos, vamos, tendrás que reconocer que sería un buen partido para ti… rico, atractivo, joven-dijo, y sonrió- además, ambos sois igual de tozudos… Aunque conociéndote sólo le utilizarías para obtener información con la que trabajar.
Evangeline le lanzó una mirada de falso horror.
-¡No pensará que soy una de esas estiradas damas que se casan con hombres por algún tipo de interés!
Morgan rió ante la teatral escena.
-No, pero deberías pensar en ello.
-No necesito a ningún hombre, y menos a Abberline -sentenció ella.
-Una pena… si yo pudiera quitarme de encima veinte añitos, iba a por él.
Evangeline rió.
-Te gustan demasiado los veinteañeros con cara bonita.
-Bueno, es que me aburro demasiado entre estas cuatro paredes, necesito aprovechar cualquier tipo de distracción.
La conversación terminó con la risa de ambas antes de que volvieran a sus quehaceres. Morgan estaba redactando un artículo sobre la demolición de un importante teatro que había quedado reducido a escombros y ceniza después de que un incendio lo devorara por completo. Sus ojos verdes no se separaban de la hoja en la que escribía, y su boca no era más que una línea en un rostro que denotaba concentración.
Evangeline, al contrario que su compañera, era incapaz de concentrarse en nada. Demasiadas excitaciones aquella mañana, sobretodo en la parte que había preferido omitirle a Morgan: que la policía había intentado detenerla por desobedecer órdenes directas, y pese a que ella se había resistido, estaba segura de que habrían conseguido llevársela si el agente Abberline no hubiese intervenido y convencido al inspector de que la dejara libre. Chasqueó la lengua al pensar en ello. En parte le estaba agradecida, y  eso era precisamente lo que la ponía furiosa. No quería deberle nada a nadie, y mucho menos a ese individuo con aires de superioridad.
Además, conocía demasiado bien al agente como para saber que él siempre recordaría la ayuda que le había prestado, y que se la echaría en cara siempre que tuviera ocasión, no sería la primera vez, de hecho.
Cerró los ojos y respiro hondo. No era momento de perderse en sus recuerdos, y para evitar seguir pensando en Abberline y el pasado que la mantenía unida a él, centró la atención en su preciada cámara. El aparato era uno de los más novedosos del mercado, y aún no se habían puesto a la venta en Londres. Lo cierto es que había mentido a Abberline a cerca de su origen, pese a que poseía una pequeña fortuna que le permitía vivir consintiéndose ciertos caprichos, nunca los hubiese utilizado para algo así, por no hablar que hubiese sido imposible conseguir una cámara como aquella sin tener buenos contactos.
No, la cámara había sido un regalo. Un mensajero se la había llevado hacía cosa de tres semanas a su residencia, junto a un sobre que contenía una orquídea blanca. No había ningún nombre en el remitente, pero tampoco le había hecho falta para descubrir de quién se trataba.
Gauthier, no podía ser otro. Había recibido otros dos obsequios suyos desde que le conoció casi un año atrás, pero nunca tan caros. Al principio había pensado en buscarle, hacerle una visita y devolvérsela, pero sabía que Gauthier se lo tomaría como una ofensa, y que lo mejor era quedársela.
Sonrió, agradeciendo aquél obsequio, y acarició las pequeñas iniciales que habían escrito en uno de los lados. Sus iniciales, E.E.
Pensó que lo mejor sería ir a revelar las pocas fotos que había conseguido hacer al cadáver de la prostituta, llamada Mary Anne según la gente a la que había preguntado, antes de que el primer agente la hubiese interrumpido. Una foto siempre le daba más dramatismo a una noticia, noticia que por supuesto ella se encargaría de redactar.
Lo cierto era que los asesinatos de las mujeres de calle estaban a la orden del día, sobretodo en la zona de Whitechapel, pero eso no era motivo suficiente para no informar sobre ellos. Sin embargo, necesitaba un par de datos más para que el artículo fuera lo suficientemente suculento.
-¿A dónde vas ahora? No llevas ni una hora ahí sentada-Morgan levantó la vista de su máquina de escribir cuando vio como Evelyn cogía su cámara y su pequeña cartera y se levantaba de su mesa.
-Ah, pues… a indagar-su compañera a penas le prestó atención, y salió rápidamente de la sala antes de que ella pudiera hacerle más preguntas.
-A indagar, ¿eh? Bueno, pequeña, sólo espero que no te metas en más líos-murmuró Morgan tras quedarse sola, antes de volver a su trabajo.