12 junio 2011

Insecto o gota.


Soy una cobarde.
Esto es algo irrefutable, algo que nadie puede cambiar, ni siquiera yo, claro está. Tengo miedo con más constancia del que me gustaría tenerlo, no puedo controlarlo y no creo que pueda hacerlo jamás.
No es miedo a algo físico, a algo vivo, a algo palpable. No es miedo a algo que pueda reptar por tu cama a media noche o que pueda mirarte mientras cuelga del techo de una habitación. Es un temor abstracto, que nació de la inseguridad, supongo.
Y, por supuesto, no soy la única. Mucha gente tiene miedo abstracto, hay personas que temen a la muerte, al paso del tiempo o al dolor. Los humanos tememos a aquello que no podemos controlar, a lo que nos resulta impredecible e inevitable, es algo bastante obvio. Cosas que no dependen de nosotros, y en las que parece que no podemos influir por más que lo deseemos, es por ello que muchas veces nuestros temores tienen que ver con el comportamiento de otras personas.
Yo, por mi parte, temo perder aquello que quiero. Tengo miedo a despertar un día y que todo se haya esfumado, a intentar recuperarlo alargando la mano y notar como se deshace entre mis dedos como el humo. Aquello a lo que más quiero es también a lo que más temo. Este es mi miedo abstracto, no hay más, y cientos de personas tienen el mismo miedo que yo.
A veces pienso que es un miedo egoísta, temer a que aquello que amamos desaparezca. He meditado mucho sobre ello, y me he dado cuenta de por qué quiero a las personas. Las quiero porque son especiales, únicas, irremplazables (claro, si se pudieran reemplazar, ¿qué sentido tendría temer perderlas?) y son esas y sólo esas personas las que me pueden ayudar en mi día a día, las que pueden hacerme sonreír, las que forman parte de los pilares que sostienen mi vida, y sin las cuales esta no tendría sentido alguno. Por lo tanto, aquello a lo que amo me ayuda, me resulta necesario. Pensando así, tengo miedo a perder aquello que me es esencial, y esto es, claramente, un pensamiento egoísta. Pero después surge esa sensación de que quieres tanto a esas personas que incluso renunciarías a cualquier cosa por ellas. Entonces, el esquema del egoísmo se cuartea, se desgarra, se hace pedazos y se desmorona. Queda claro que NO es un miedo egoísta.
En fin, egoísta o no, el miedo nos hace tener reacciones extrañas. A veces podemos negar el hecho de que algo nos infunde temor, como si así pudiésemos evitarlo. Hay veces que lo asimilamos, y esperamos –temiendo, claro- a que llegue, esperanzados en que no sea tan terrorífico como nos imaginamos. 
También hay veces que podemos plantar cara a estos miedos. Podemos intentar controlarlos, evitarlos, hacerlos más pequeños, debilitarlos y tal vez incluso hacerlos desaparecer, enmudeciendo esa voz que desde dentro de nosotros grita una y otra vez que es imposible. ¿Es acaso eso ser valiente? ¿Es valiente alguien que planta cara a sus miedos? Bueno, en ese caso alguien tiene que ser cobarde antes de ser valiente. Serían entonces términos coexistentes en una misma persona, como tantos otros.
O aguarda, tal vez tener miedo a algo no significa ser cobarde. Tal vez lo realmente cobarde es esperar o negar ese temor.


Yo no estoy dispuesta a permitir que mis temores se adueñen de mí. Les plantaré cara hasta que no me queden fuerzas. Puede que de la imagen de un insecto golpeándose contra el cristal de una ventana, esperando a que una de las veces que arremeta contra él esté abierta, pero yo prefiero pensar que soy una gota de agua. Sí, una gota de agua que cae una y otra vez sobre el mismo lugar, erosionándolo muy lentamente.
Insecto o gota, pienso continuar insistiendo, plantando cara a mis miedos. No estoy dispuesta a permitir que se cumplan, le tengo demasiado miedo a lo que pueda pasar entonces.
En ese caso, NO soy una cobarde.

05 junio 2011

Jack the ripper. Capítulo I, escena II


La habitación estaba prácticamente sumida en la penumbra, a excepción del recodo que alcanzaba a iluminar una pequeña lamparilla a la luz de la cual Abberline leía los datos que había podido recopilar a lo largo de la mañana preguntando a algunas personas.
El nombre completo de la mujer asesinada era Mary Ann Nichols, nacida en Londres el  26 de agosto de 1845 y fallecida esa misma madrugada, 36 años después. Se dedicaba a la prostitución en los barrios de Whitechapel desde hacía varios años, por ello era bastante conocida, sobretodo por el pseudónimo de Polly, su nombre de profesión.
Se alojaba en una pensión barata cercana a la taberna a la que solía acudir unas cuatro veces a la semana. No tenía relación sentimental, no tenía hijos ni estaba en contacto con su familia, y su nivel económico rozaba la pobreza.
La última vez que alguien la vio fue en una calle cercana a la esquina de Osborn y Whitechapel Road, aproximadamente cuando daban las cinco y media de la madrugada. No encontraron nada extraño en ella, no parecía nerviosa, alterada ni asustada, era una noche de trabajo como otra cualquiera.  En aquél momento no se imaginaba que iba a ser asesinada. Tal vez si lo hubiese sabido podría haber pasado los últimos momentos de su vida de alguna forma distinta, especial. Podría haberse arrepentido de sus pecados o haber dicho esas palabras que siempre callamos. Y quién sabe… tal vez podría haber dado media vuelta y haber burlado a su destino.
De pronto, alguien entró precipitadamente a su despacho, abriendo la puerta a través de la cual entró luz que desgarró las sombras de aquél lugar, y le cegó durante unos instantes antes de que reconociera a la alta figura ante él.
-¡Henry! –exclamó, con una sonrisa entusiasta- ¿Qué te trae por aquí?
-¡Por el amor de dios, Abberline! –Exclamó el otro sin darle respuesta, antes de acercarse a las ventanas para apartar las pesadas cortinas y abrirlas de par en par- ¡Este lugar apesta a tabaco barato! ¿Qué haces a oscuras aquí encerrado? ¿Y por qué demonios no estaba echado el cerrojo en la puerta principal? Aún te comportas de esta forma tan extravagante, incluso después de haber conseguido tantos méritos con todos esos casos… Así no conseguirás buena fama.
Abberline se cubrió los ojos con las manos, deslumbrado.
-¿Quién demonios necesita fama?-murmuró.
Henry terminó de hacer su trabajo con las ventanas y se dio la vuelta hacia él.
-¡Tú la necesitas! Has estado demasiado tiempo ausente, podrías ser restituido de tu rango si sigues comportándote como un crío y desafiando a la autoridad superior.
Abberline sonrió, apagó la lamparilla cuya luz se volvió prescindible y comenzó a agrupar los papeles que había estado examinando.
-Así que es eso… ¿A caso se molestó el inspector Reid?
-¿Que si se molestó? Alardeaste demasiado de tus deducciones, y ahora ha solicitado que este asesinato quede en manos de la Policía Metropolitana de Whitechapel, y no sólo eso, también quiere que te trasladen a otro caso.
-Uh, ¿Tan mal le caigo?-Abberline volvió a sonreír.
-Frederick… no te conviene perder este caso. Sería una buena oportunidad para regresar al trabajo después de aquello… -su tono de voz se tranquilizó al recordar el pasado- podrías intentar levantar cabeza de nuevo.
La sonrisa de Abberline despareció durante un instante apenas imperceptible.
-Bueno, el cualquier caso… ni siquiera Reid conseguiría hacer algo así. Un asesinato en plena calle es algo bastante grabe, sobretodo porque la población se consterna al encontrarlo tan cercano. La Scotland Yard no permitirá que el caso quede en manos de la policía metropolitana. Además… –hizo una pausa para buscar el paquete de cigarrillos en su chaqueta- ya he trabajado otras veces para ellos, y les he sacado de más de un apuro. Confío en que no me saquen de este caso… que me tiene bastante intrigado, por cierto.
Durante unos segundos se hizo un silencio que Abberline aprovechó para prender el cigarro y dar una profunda calada, antes de que Henry suspirara.
-Está bien, tú sabrás lo que haces.
-Me encanta que un viejo amigo como tú tenga esa fe en mí. Y ahora dime, ¿hay algo en especial que te traiga por aquí o simplemente venías a tomar un té?
-Oh-Henry pareció recordar algo y rebuscó en su chaqueta hasta que sacó un sobre doblado de uno de los bolsillos interiores y lo lanzó sobre la mesa- Esto. Es un pequeño informe del interrogatorio de esa prostituta que llevaron a comisaría. Trabajo en otro caso, pero supuse que traerlo sería una buena excusa para tomar un té, sí.
-Interesante… -murmuró Abberline, tomando el sobre y apartándolo junto a los otros papeles de la investigación- luego habrá tiempo para leerlo. Ahora, tomemos un té.
La noche llegó pronto aquél día. Abberline y Henry habían estado charlando toda la tarde, abarcando distintos temas y recordando tiempos que habían quedado atrás, pero que permanecían guardados en su memoria. Henry era una persona excelente para mantener una conversación interesante, y cuando se marchó, el inspector se sintió extrañamente solo.
Henry se había casado con una bella mujer. Era padre de tres hijos, rubios y fuertes como él, según le había descrito. Había tenido suerte, y había encontrado numerosos casos en los que invertir su capacidad de investigación, y trabajó duro hasta que consiguió el dinero suficiente para comprarse una hermosa casa para criar a sus hijos. Ahora se dedicaba sólo a los casos que él escogía, y había obtenido varias conmemoraciones y reconocimientos. Su estimado amigo Henry había triunfado en la vida, pero no por la fama y la fortuna.
Había conseguido una familia, personas importantes que llenarían su vida y su casa con el sonido de risas y palabras amables.
Abberline detestaba el silencio que reinaba en su casa y al que era imposible enfrentarse. Había vivido un tiempo refugiado en él, dándole la espalda a los eventos sociales, pero se había prometido a él mismo regresar a su antigua vida, y centrarse en el trabajo.
El reloj daba las once cuando volvió a su despacho. Cerró todas las ventanas antes de sentarse sobre su sillón y encender la lamparilla para leer la carta que le había traído Henry, tarea en la que invirtió apenas unos segundos. Cuando terminó, arrugó el papel entre sus dedos.
-Inútiles…-murmuró.
El interrogatorio había sido efectuado en la comisaría de la Policía Metropolitana de Whitechapel, por el inspector Edmund Reid. Sabiendo eso, Abberline podía imaginarse la escena. Reid era de esas personas que creen que lo pueden conseguir todo con un par de amenazas. Y la señora se encontraba en un estado psicológico en el que lo último que necesitaba era alguien que le gritara preguntas. Para conseguir información deberían haber utilizado un método sutil, premeditado, psicológico, algo que no estaba al alcance de alguien como Reid.
De todas formas, por lo menos consiguieron sacarle el nombre y su relación con la víctima. Una lástima que no fueran nada nuevo para él, pues conocía esos datos desde esa misma mañana, cuando interrogó a algunas personas por su cuenta.
La mujer era Elizabeth Stride, compañera de profesión de Mary Ann Nichols, algo evidente. Ambas trabajaban individualmente, sin embargo eran conocidas desde hacía tiempo. Estaba claro que tenían una buena relación, y los testigos ofrecían fe de ello, a pesar de que nunca las habían visto juntas en otro lugar que no fuese la taberna cercana a la residencia de la víctima.
Abberline decidió que debía ir a hablar personalmente con la señorita Elisabeth lo antes posible, y para poder hacerlo necesitaba averiguar dónde vivía, pues había regresado a casa después del interrogatorio.
Pero antes de eso debía acudir a ver al médico forense que se había encargado de practicar la auptosia al cuerpo de la fallecida.
Necesitaba construir cuanto antes el perfil del criminal.