25 marzo 2013

Segadores y Auxiliares


Subía las escaleras rápidamente, dando violentos y torpes bandazos. La gabardina de cuero que vestía se agitaba tras ella, arañando las paredes cubiertas de pintura desconchada. Sus gruesas botas repiqueteaban sobre la cuarteada y sucia madera de los escalones, pero no le dio importancia, pues en aquella situación no le serviría de nada ser sigilosa. Además, el rastro de sangre que dejaba tras ella y que lo teñía todo de un vivo e intenso tono escarlata ya era más que suficiente para delatar su posición.
Una de sus manos se aferraba a la barandilla conforme iba subiendo, buscando un esencial punto de apoyo que la ayudaba a mantenerse en pie y continuar subiendo sin detenerse ni un solo segundo. La otra mano apretaba su propio vientre con desmesurada fuerza en un vano intento de contener la hemorragia de una terrible herida el mayor tiempo posible. No era la única que demacraba su cuerpo, pero sí la más peligrosa.
Alcanzó el tercer piso con el aliento entrecortado y el corazón desbocado. Las piernas le temblaban violentamente; había perdido demasiada sangre. El dolor tampoco contribuía a que pudiese avanzar el tramo que le quedaba hasta la puerta del único apartamento que había en la planta, y pese a que durante un segundo estuvo tentada de dejarse caer al suelo para retorcerse agónicamente, decidió dar unos últimos pasos e introducir la llave en la cerradura.
Abrió de un portazo y trastabilló hacia delante, sosteniéndose a duras penas gracias a las paredes del sencillo recibidor del apartamento. Se tomó un par de segundos para morderse el labio inferior y contener así un grito de dolor. Luego tomó una profunda bocanada de aire que le ayudó a realizar una llamada de ayuda.
-¡Adam! -aquél berrido le costó una punzada de dolor que se expandió por todo su cuerpo, atacando su sistema nervioso como mil agujas-. ¡ADAM!
Pudo escuchar un golpe en el interior del apartamento, como si a alguien se le hubiese caído algo. Luego un montón de pasos apresurados que corrían en su dirección a lo largo del pasillo. El joven adolescente, de aspecto cuidado pero algo siniestro, apareció frente a ella a los pocos segundos.
Adam abrió sus ojos grises en un gesto de desmesurada sorpresa al encontrarse a su maestra en aquél estado. No habían pasado demasiado tiempo juntos, pero los rumores e historias que circulaban sobre Artemisa eran más que suficiente para saber que su reputación como segadora era impoluta. Siempre salía vencedora en la batalla, y las consecuencias no eran más que unos cuantos y superficiales rasguños que ni siquiera le dejaban cicatrices. De hecho, se contaba que era tan buena dando caza a sus oponentes que recibió su nombre en honor a la diosa griega que se especializaban en ése arte, aunque aquellas teorías nunca habían sido confirmadas. Además, lo más posible es que aquella mujer tampoco se llamara así en realidad.
Artemisa mantenía oculto su pasado, que según contaban era tan oscuro y turbio como misterioso. Nadie sabía con exactitud cuando y por qué pasó a formar parte de Los Segadores, la antigua e inmortal comunidad que se dedicaba a dar caza a aquellos que decidían ignorar las leyes escritas en el Libro de las Horas Oscuras. Éstas leyes fueron redactadas eones atrás por la diosa Nyx, que gobernaba sobre el caos y la noche. La diosa temía que las criaturas que poblaban su mundo de sombras y horror pudiesen destruír a los humanos, y por ello estableció unas normas que deberían cumplir por el bien de todos.
Los Segadores nacieron entonces, con el objetivo de asegurarse de que las reglas de Nyx se siguieran punto por punto. Al principio fueron humanos, pero la Diosa les concedió una longevidad y cualidades físicas superiores a la del resto como agradecimiento al trabajo que realizaban para ella y el Libro de las Horas Oscuras.
-¡Maestra! -exclamó Adam mientras se apresuraba a llegar hasta Artemisa. Le agarró uno de sus brazos y se lo puso sobre los hombros para poder así ayudarla a caminar hasta la pequeña salita del centro del apartamento- ¿Los trolls le han hecho ésto?
Artemisa soltó un siseo de dolor cuando Adam la dejó caer sobre una de las sillas de la estancia. Retiró la mano con la que se apretaba el vientre y observó con una mueca la sangre que empapaba sus ropas. La herida era terrible, pero ahora que estaba con Adam no tenía nada por lo que preocuparse. Después de todo, él era un auxiliar y poseía amplios conocimientos sobre las magias sanadoras.
-No sólo había trolls allá abajo, Adam -respondió con voz cuarteada, observando como el muchacho se inclinaba frente a ella y examinaba cuidadosamente la herida-. Si hubiese sido sólo eso no estaría en este estado, ¿no crees?
Adam negó con la cabeza, y sus labios se tensaron mientras acercaba las dos manos al vientre de Artemisa. Al cabo de un instante, nació de entre sus dedos una luz blanquecina que comenzó a cerrar la herida mágicamente, deteniendo la hemorragia y dejando la piel totalmente intacta. La segadora observó la tarea del muchacho fijamente, reconociendo para si misma que después de todo no había sido mala idea el aceptar que Adam le acompañara.
Los Auxiliares nunca le habían agradado demasiado, incluso cuando su único deber era acompañar a Los Segadores para ayudarles en tareas secundarias y ocuparse de curar sus heridas, como si fueran una extraña especie de escuderos. La idea de tener que cargar con un compañero le parecía de lo más tediosa, y por ello al principio había rehusado totalmente a que Adam fuese con ella. Sin embargo, al final había terminado aceptando. Y aquella decisión le estaba salvando la vida en aquél instante.
-Un troll tampoco le habría hecho esta herida, maestra... -reconoció Adam, que al parecer se estaba esforzando mucho en su tarea-. Pero en ése caso, ¿qué otra cosa encontró en su viaje a las alcantarillas?
Artemisa se mordió el labio durante un segundo. Involuntariamente, en su mente se reprodujeron los acontecimientos que habían tenido lugar en las últimas horas. Ella y Adam llegaron a aquella ciudad después de recibir el aviso de que se estaba produciendo un número de desapariciones inusual en la zona. Por la forma en la que desaparecían y el aspecto que tenían los pocos cadáveres que se habían encontrado, a la segadora no le costó demasiado atribuir aquél desagradable trabajo a un grupo de trolls. Así pues, Artemisa se dispuso a examinar todo el alcantarillado de la ciudad en busca de aquellos seres para darles una lección que les enseñara a no desobedecer una de las más importantes normas de El Libro de las Horas Oscuras: no dañar a los humanos sin justificación. Tras varias horas siguiéndole la pista a los trolls, la segadora dio con su paradero. Sin embargo, no estaban solos en aquellos sucios túneles. Había algo más con ellos, algo que consiguió tomarla por sorpresa, algo que incrementó con creces la fuerza de los oponentes, algo que le causó las heridas que casi la habían arrastrado al Averno.
-Exhaladores -respondió, al fin, y no se extrañó al ver la mueca de desconcierto que hizo su auxiliar-. Nueve.
-¿Exhaladores? Pero... se supone que son criaturas neutrales. No está en su naturaleza el atacar a nadie.
La segadora le dedicó al joven una irónica mirada.
-Pues éstos sí han atacado, y a muerte. Pude matar a tres después de acabar con los trolls, y vencí a otros dos mientras corría hacia aquí -dijo, y fue fácil percibir que no estaba demasiado contenta de haber tenido que huir sin terminar su trabajo. Aquello fue un duro golpe para su férreo orgullo-. Quedan cuatro, pero no podía matarlos mientras me desangraba.
Adam cambió su mueca de desconcierto por una de auténtico terror. Abrió los labios e intentó decir algo, pero no consiguió articular las palabras hasta el segundo intento.
-Espere... ¿Me está diciendo...? ¿Me está diciendo que los exhaladores le hirieron y usted no los mató? -sus ojos asustados buscaron los de Artemisa, y tras que ésta asintiera, Adam se puso en pie- Pero entonces... aún la estarán buscando. Le estarán dando caza ahora mismo.
Artemisa asintió de nuevo. A Adam le pareció casi increíble que los ojos azules de la segadora permaneciesen tan fríos y serenos como siempre. ¡Hablaban de exhaladores! Aquellas criaturas eran fuertes, poderosas, y casi inmortales.
La Diosa Nyx las creó al principio de los tiempos. Tenían una forma humanoide, pero resultaban totalmente intangibles cuando intentabas tocarlos. Sin embargo, cuando ellos querían tocarte a ti, podían hacerlo. Y aquello era un inconveniente si se tenía en cuenta que en lugar de manos tenían cinco afiladas garras, largas y mortíferas como espadas. Los exhaladores las utilizaban para herir y matar, pues era así como obtenían su alimento: estas criaturas se nutrían absorbiendo la última exhalación de alguien al morir.
Sin embargo, y pese a su terrible aspecto, Nyx se encargó de que resultaran totalmente inofensivas para los humanos. Estableció en su naturaleza que jamás matarían a alguien para poder consumir su última exhalación. Deberían esperar a que a alguien le llegara la muerte por medios naturales, y entonces podrían acercarse y tragarse el último suspiro. Era por ello que cuando un exhalador encontraba a alguien a quien le quedaban pocos días, lo fichaba como objetivo y e perseguía a todas partes hasta el momento de su partida al Más Allá. Jamás se detenían, no hasta haber obtenido su preciado alimento. Y ahora que les había dado por ir en contra de su naturaleza e ir asesinando a gente, había que dar por hecho que no pararían hasta matar y devorar la exhalación de la persona a la que habían herido. Su objetivo aquella vez era Artemisa.
-Debemos irnos, maestra, y pedir ayuda a otros segadores -exclamó Adam, moviéndose nerviosamente por la habitación-. Ya ha perdido demasiada sangre, y no podrá enfrentarse a otros cuatro exhaladores en su estado. Aún hay heridas que debo cerrar.
-Adam, no podremos salir de la ciudad antes de que nos encuentren y nos maten a ambos- sentenció Artemisa, y pese a la dureza de sus palabras el tono que empleó fue tan sereno como siempre-. Tenemos que matarlos cuando vengan... Y no tardarán mucho.
El auxiliar se llevó una mano a la cabeza para echarse hacia atrás los despeinados y largos mechones de cabello oscuro. Estaba a punto de alcanzar la histeria. De poco le estaba sirviendo el entrenamiento que había recibido para mantener la calma en instantes como aquél. Era la primera vez que se encontraba en una situación tan peliaguda y, maldita sea, ¡Él sólo servía para sanar heridas, no para provocarlas!.
-Tranquilo, saldremos de ésta -dijo Artemisa, pero luego adoptó una pose pensativa-. Aunque... perdí mi cuchillo de bronce mientras corría hacia aquí.
-¿Q-Qué? -balbuceó Adam, cubriéndose la boca con ambas manos. Su ya de por si pálido rostro se volvió aún más blanco, y no por nada: lo único que podía herir la piel intangible de un exhalador era el bronce. Ninguna otra arma servía contra ellos-. ¿Y qué vamos a hacer ahora?
-Sencillo: tienes que bajar al coche y buscar en el arsenal -explicó la segadora-. Bajaría contigo, pero si los exhaladores me encuentran antes de lo que nos conviene tendremos un problema.
-¿Y si me ven a mí? -preguntó Adam, estirándose las mangas de la sudadera negra que vestía en un gesto nervioso.
-No te harán daño. Su objetivo ahora soy yo, ¿Recuerdas? -dijo Artemisa, y esbozó una pequeña sonrisa que aunque intentaba ser tranquilizadora a Adam se le antojó algo inquietante-. No te lo pediría si eso te pusiera en peligro.
Adam observó a su maestra durante un instante. No llevaba mucho tiempo a su lado, pero aún así no podía hacer más que confiar en ella y creer en sus palabras. Se obligó a apartar el miedo a un lado y a sacar a la luz su orgullo como auxiliar. Su papel era ayudar a la segadora para proteger a los demás y hacer que la ley se cumpliera. Y si para ello tenía que bajar hasta el coche con cuatro exhaladores rondando por ahí, pues lo haría.
-Está bien -dijo, soltando un suspiro para calmar el nerviosismo que recorría su cuerpo-. No tardaré.
Artemisa observó al joven mientras éste se encaminaba apresuradamente hacia el pasillo que conducía a la salida. Cuando Adam desapareció por la puerta, la muchacha se quitó la gabardina que cubría sus brazos. Al dejarlos al descubierto, tuvo que reprimir un siseo: toda su piel era un amasijo de cortes y arañazos que estaban muy lejos de tener buen aspecto. El más ligero de los movimientos suponía una descarga de dolor que azotaba su sistema nervioso, pero no podía permitir que aquello fuese un problema. Aún quedaban exhaladores por eliminar.
Mientras, Adam había alcanzado la calle. Avanzó apresuradamente por la cera, vigilando con cautela todo cuanto le rodeaba y asegurándose de echar una mirada por encima de su hombro cada poco tiempo. Cuando alcanzó el todoterreno negro en el que él y su maestra viajaban, buscó las llaves del vehículo en los bolsillos de sus pantalones para abrirlo rápidamente. Se movió hacia la parte de atrás del coche y tiró de la puerta del maletero. Allí descansaban media docena de bolsas de deporte y maletines repletos de todo tipo de armas.
-Muy bien... -dijo, hablándose a si mismo para infundirse ánimos-. Veamos...
Sus manos buscaron torpemente un arma que sirviera para la ocasión. Examinó dos de las bolsas, pero no halló nada que resultara útil. Encontró cuchillos de plata, dagas de oro e incluso flechas de madera de muérdago, pero nada que fuese de bronce.
Artemisa escuchó como la puerta de la entrada se abría con violencia. Supo al instante que no se trataba de Adam, así que se levantó de la silla con un salto y se movió por la pequeña sala de estar. Por mucho que lo odiara, hasta que su auxiliar regresara con un arma lo más prudente era ocultarse. Así pues, se acercó a la única estantería que vestía las paredes de la habitación y se metió en el hueco que quedaba entre ésta y la pared. Aspiró una fuerte bocanada de oxígeno y se obligó a contener la respiración.
Los exhaladores entraron en la estancia segundos después, moviéndose lentamente, casi como si flotaran. Las cuchillas de sus manos arañaban el suelo, pero no emitían sonido alguno mientras avanzaban por la habitación. Artemisa tensó su cuerpo sin dejar de contener la respiración. Maldijo mentalmente a Adam por tardar tanto, y apretó los puños con fuerza. Los segundos pasaban, y sus pulmones no tardaron en arder pidiéndole aire. Se mordió la lengua para contener las ganas de abrir la boca y respirar, pero sabía que no aguantaría demasiado. Y los exhaladores continuaban vagando por la habitación, buscándola, esperando.
Artemisa podía sentir el latido de su corazón en las sienes. No estaba asustada -había muy pocas cosas que pudiesen infundirle temor- pero sí necesitada de oxígeno. A penas pudo aguantar diez segundos más antes de separar cuidadosamente los labios y aspirar con la máxima delicadeza posible. Sin embargo, aquello fue suficiente como para que los exhaladores detectaran su presencia. Se volvieron todos a una hacia la estantería, y comenzaron a aproximarse alzando las cuchillas en lo alto. Artemisa murmuró una maldición y contó hasta tres antes de empujar la estantería con fuerza, haciendo que cayera justo sobre dos de los exhaladores. Sin embargo, el mueble pasó a través de ellos como si fuesen fantasmas, sin causarle daño alguno.
-Jodida intangibilidad... -murmuró la segadora entre dientes.
Los exhaladores la arrinconaron contra la pared. Artemisa contempló sus posibilidades en un par de segundos: era imposible esquivarlos a todos y alcanzar la salida. La ventana que quedaba a su derecha tampoco era una buena opción, pues al otro lado le esperaban tres pisos de caída libre. Si no hubiese estado tan malherida, tal vez podía haber considerado saltar, pero en su estado era casi tan arriesgado como quedarse donde estaba.
Uno de los exhaladores se detuvo ante ella con las cuchillas en alto. Artemisa observó su rostro, azulado y casi transparente, y se preparó para lo peor. Sin embargo, en el último momento algo llamó su atención.
-¡Artemisa! -Adam apareció desde atrás de los seres y le lanzó algo. La segadora no supo que se trataba de una hoz de bronce hasta que la tuvo en las manos después de agarrarla en el aire. Sus labios se curvaron en una siniestra sonrisa antes de realizar un movimiento de rapidez sobrehumana. Instantes después, la cabeza del exhalador más cercano rodó por el suelo.
Intuyendo el peligro, el resto de exhaladores se abalanzaron velozmente sobre Artemisa. Un nuevo gesto de ésta hizo que la hoz atravesara el vientre de una de las criaturas. Luego saltó hacia el lado más alejado de la estancia. Otro oponente se lanzó contra ella, cortando el aire con sus mortíferas cuchillas. Artemisa puso la hoz por delante, impidiendo así que las garras le cercenaran la cabeza, e intentó darle una patada a la criatura. Por supuesto, su pierna la atravesó sin causarle ningún daño.
El exhalador restante, viendo su oportunidad, se acercó a Artemisa por la espalda y precipitó sobre ella sus cuchillas. Los reflejos de la segadora la ayudaron a apartarse justo a tiempo, pero la criatura que tenía delante fue demasiado lenta, y las garras del otro segador se le hundieron en en hombro, partiéndolo casi por la mitad. Artemisa se apuntó aquél dato: el bronce no era lo único que hería a los exhaladores. Las cuchillas de otros de la misma especie también podían hacerlo.
Aprovechando el instante en el que el exhalador extraía sus cuchillas del cuerpo del que había sido su compañero de caza, Artemisa corrió hasta el lado de su auxiliar, que parecía estar en estado de shock.
-Corre, enano, maldita sea -exclamó, empujándolo sin ninguna consideración hacia la salida.
Ella fue tras sus pasos, pero un intenso pinchazo en una de sus piernas la hizo caer hacia delante. Frenó la caída con los antebrazos, pero aquello fue una mala idea teniendo en cuenta lo heridos que los tenía. El dolor la atravesó desde los hombros hasta la punta de los dedos, haciendo que abriera la mano inconscientemente y que la hoz de bronce se le cayera, desplazándose unos cuantos metros hacia delante con un sonido metálico. Artemisa volvió la vista atrás, descubriendo que el exhalador había estado a muy poco de dejarla sin pierna derecha y que el suelo se estaba empapando con su propia sangre. Incapaz de ponerse en pie, intentó arrastrarse hacia delante para recuperar su arma, pero su esfuerzo fue en vano. La hoz había caído demasiado lejos. Era imposible que lo consiguiera. El exhalador ya estaba dejando caer sus cuchillas sobre ella.
Artemisa no sintió dolor, sólo un gran peso que caía sobre ella. Pasaron unos segundos antes de que pudiese asimilar que tenía encima el largo brazo cercenado del exhalador. Frente a ella, Adam blandía la hoz en alto. Observó como el muchacho la dejaba caer con fuerza sobre la criatura, que se desplomó hacia atrás carente de vida. Artemisa suspiró aliviada. Aquél día había visto su muerte en demasiadas ocasiones. Y era la segunda vez que Adam le salvaba la vida. Definitivamente, hizo bien en llevarle consigo.
-¿Adam? -llamó al auxiliar, pero éste permaneció estático, observando el cuerpo inerte del exhalador con los ojos muy abiertos. Su rostro y su sudadera estaban cubiertos de salpicaduras de sangre.
La segadora alzó el brazo para agarrar la manga de Adam y tirar suavemente de ella. Intentó levantarse una vez más, pero la herida de su pierna se lo impidió.
-Adam, tranquilo -dijo, intentando sacar al muchacho de su trance. Supuso que al ser un novato, aquella era la primera vez que Adam mataba a algo. La primear vez solía ser un poco... impactante-. Ya ha pasado todo. Estamos a salvo.
El auxiliar parpadeó un par de veces antes de dirigir la vista hacia Artemisa. La contempló un largo instante como si no pudiese reconocerla, pero finalmente salió del estado de shock y se dejó caer de rodillas junto a ella. La segadora usó sus dedos pulgares para limpiar con cuidado las salpicaduras de sangre del rostro del muchacho.
-Me has salvado la vida, Adam. Gracias.
-Yo no... yo... pensé que te iba a matar, Artemisa -murmuró, hablando con dificultad a causa del temblor que se apoderó de su labio inferior. La segadora pasó por alto que el muchacho la tuteara de repente, y esbozó una sonrisa.
-Lo has hecho muy bien -dijo ella, acariciando el cabello oscuro del muchacho antes de poner la mano sobre su hombro y darle un par de amistosas palmadas-. Eres un gran auxiliar.
Adam esbozó una sonrisa nerviosa antes de apartar la mirada a un lado. Se percató entonces de la herida en la pierna de Artemisa.
-¡Oh! Te echaré... le echaré una mano con eso -dijo, y se apresuró a comenzar a curarle todos los desperfectos.
Artemisa se movió para apoyar la espalda en la pared mientras su auxiliar hacía su trabajo. Se permitió relajarse un instante al sentir como la magia del muchacho aliviaba el dolor y el cansancio casi instantáneamente. Mientras, contempló el cadáver del exhalador. En cuanto sus heridas estuviesen curadas, debían partir hacia El Templo lo más rápido posible e informar al resto de segadores de lo que había ocurrido allí. Debían averiguar sin demora qué había hecho que aquellas criaturas, pacíficas y tranquilas por naturaleza, se convirtieran en intangibles máquinas de matar. Sin duda había algo muy gordo detrás de todo aquello. Algo gordo y horrible. Y ella llegaría hasta el fondo del asunto para poder solucionarlo, tal y como había estado haciendo los últimos cuatrocientos años.
Después de todo, aquella era la tarea de un segador.