15 julio 2011

Tormenta

El primer trazo de luz fue tan perfecto como el de los anteriores, como si hubiese estado dibujado por una mano experta, pero de pronto comenzó a extenderse hacia todos lados, derramándose sobre el cielo, imitando las ramas de un árbol que crecen huyendo del tronco.
La brillante línea surcó la negrura del cielo durante apenas un segundo, eclipsando la luz de las estrellas, cuyo esplendor quedaba en parte ya oculto por las opacas y oscuras nubes que flotaban en lo alto, moviéndose rápidamente a causa del fuerte y helado viento que soplaba aquella oscura noche sin luna.
La luz murió justo en medio del océano, y para el muchacho que lo había observado desde su nacimiento en lo más alto, fue como si se perdiera en el inalcanzable horizonte.
En su rostro se dibujó una expresión de fascinación cuando vio el último destello del relámpago, justo antes de que un sonido estremecedor lo inundara todo, recorriendo cada tramo de la ciudad, llegando a los puntos más ocultos, filtrándose en él mismo y resonando en su interior.
Su mirada grisácea intentaba perderse entre las olas del mar embravecido, que reflejaba el espectáculo de luz y electricidad del cielo. Realmente le encantaban las tormentas. Cuando las observaba sentía que la energía que liberaba el cielo era capaz de entrar en él por cada uno de los poros de su pálida piel.
Una fina e insistente lluvia caía sobre él, y aunque en principio no le había dado demasiada importancia, se había mantenido demasiado tiempo a su merced, quedando empapado hasta los huesos. Debería haberse conformado con observar la tormenta eléctrica desde la ventana, pero, ¿Cómo demonios podía resistirse a salir al exterior a respirar aquél aire tan limpio, a sentir la caricia helada del viento en la cara, y el frío tacto de la lluvia sobre su piel?  Todo ello le hacía sentir bien, era una de las pocas cosas que podía extasiarlo. En momentos así su mente se abría, permitiéndole acceso a sus recuerdos, aumentando la capacidad de concentración. Podía pensar, sentirse tranquilo y en paz, aunque sobre su cabeza parecía librarse una feroz batalla.
De repente, una voz sonó a sus espaldas, devolviéndolo a la realidad.
-Oye enano, te estamos esperando para cenar.
Él se dio la vuelta, dando la espalda al mar y a su amado espectáculo, para descubrir a su hermano, que asomaba la cabeza por una de las puertas correderas de la terraza que él había cerrado antes de salir para que la lluvia no encharcara su habitación.
-Estás empapado –observó- será mejor que entres y te cambies antes de que mamá te vea y le dé un infarto, se recupere e intente matarte.
Él asintió lentamente, volviendo la mirada hacia el cielo otra vez.
-Ahora voy, dame un minuto -dijo.
-Hay que ver, que raro eres… -murmuró su hermano, antes de volver a internarse en la casa y dirigirse a la cocina.
Cuando volvió a quedarse solo, suspiró. La observación de la tormenta había terminado, muy a su pesar. Podría quedarse unos minutos más, pero su hermano tenía razón respecto a su madre, si le pillaba así se pondría hecha una furia. Había estado muy nerviosa desde que se mudaron hacía aproximadamente un mes, y no le extrañaba, había supuesto un cambio bastante grande en sus vidas cuotidianas.
A él tampoco le había sentado muy bien la mudanza en un principio, pues había tenido que dejar atrás a sus dos mejores amigos, y a pesar de que ellos habían insistido en que podrían llamarse y mantener el contacto vía internet, sabía que nada sería lo mismo desde el momento en que comenzó el viaje hacia su nuevo hogar.
Para empezar, la nueva ciudad estaba demasiado lejos de la que se encontraba su antigua residencia, por lo que las visitas que ellos pudieran hacerle ya serían escasas, y además estaba en una zona apartada, cerca de la costa y a unos pocos quilómetros del núcleo urbano, así que dudaba que existiera siquiera una línea de bus directa hasta allí.
Pero el contacto con sus amigos no sería lo único a lo que afectaría su mudanza, si bien era lo que más le fastidiaba. Además de eso, en otoño debería comenzar las clases en una nueva universidad que ni siquiera sabía dónde estaba, por no hablar de que había tenido que dejar las lecciones de piano cuando estaba a punto de terminarlas. Y claro, había dejado atrás la casa donde se había criado, donde habían transcurrido sus diecinueve años de vida, y se había mudado a aquella extraña urbanización que quedaba medio deshabitada cuando refrescaba en invierno, pues la gente se desplazaba a residencias más al interior para huir de la brisa marina.
En realidad eso le daba un poco igual, porque no es que fuese muy propenso a relacionarse con la gente, y pasaba la mayor parte del día solo por voluntad propia, pero tampoco le apetecía vivir en un barrio fantasma.
Se acercó un poco más a la balaustrada blanca que rodeaba la parte exterior de su terraza y dejó de contemplar durante un segundo el mar y los rayos para echarle un rápido vistazo a la calle. Se notaba que había sido recientemente asfaltada, y sus aceras eran lo suficientemente anchas como para que varias personas caminaran por ella sin problemas y para dar acceso a las múltiples verjas que daban acceso a las idénticas viviendas adosadas.
La suya era la número 9, y quedaba prácticamente en el centro de la manzana. La verdad es que era una casa bien equipada, amplia y luminosa, y además disponía de un enorme jardín que la rodeaba y del que carecía su casa anterior. Su madre lo había llenado ya de plantas, pero él se había reservado un sitio para su cerezo japonés.
Su habitación en el adosado era un poco más pequeña que la que tenía en su casa anterior, pero esta tenía una terraza desde la que se apreciaba perfectamente el mar y una playa de arena blanca, la cual quedaba separada del adosado por una pequeña manzana de viviendas más grandes. Le había costado quedarse con esa habitación, pero había convencido a su hermano explicándole que si se quedaba con la otra podría tener baño propio.
Un trueno, antecedido por su respectivo relámpago trajo de nuevo al muchacho al presente.  Miró el mar, esperando divisar una última de aquellas luces antes de entrar, y no se decepcionó, pues un nuevo relámpago atravesó el cielo, iluminando el mundo que le rodeaba durante un segundo, como el flash de una fotografía. Fue breve, pero duró lo suficiente para que el muchacho sintiera que algo se movía lejos de él, a su derecha.
Giró la cabeza en esa dirección, y contornó los ojos, esperando que así le fuese más fácil ver algo a través de la lluvia y la espesa oscuridad de la noche, que apenas se reducía con la escasa luz artificial que ofrecían las farolas. Descubrió así que había otra persona que miraba la tormenta desde la terraza de una casa más allá. Al principio se sorprendió, aún no había visto a los inquilinos de ese adosado, y el hecho de que fuese una chica de más o menos su edad –o eso calculó él por su aspecto- le resultó desconcertante, sin saber muy bien por qué. Se preguntó cuánto rato hacía que estaba allí, aunque dedujo que no debía ser demasiado, porque se habría percatado antes de su presencia de no ser así. Ella, por su parte, no parecía haberse dado cuenta de que él estaba allí, y seguía observando la tormenta con semblante serio.
Llevaba un vestido blanco que se agitaba sobre su cuerpo a pesar de estar empapado por la lluvia, y una larga melena, también mojada, caía en mechones que el viento hacía danzar hasta  un poco más abajo de sus hombros.


En ese instante una nueva luz lo cubrió todo. Un rayo había caído más cerca que los anteriores, y el estruendo que le siguió sonó increíblemente fuerte, dando la impresión de que el cielo se estaba resquebrajando sobre sus cabezas y se abría en dos para caer sobre ellos en forma de una lluvia intensificada que se convirtió en aguacero.
Un escalofrío recorrió el cuerpo del muchacho, sin poder evitar sentirse intimidado ante la fuerza de aquella tormenta. Dirigió de nuevo la miradaThinks hacia la terraza vecina, y se encontró atravesado por la mirada de aquella chica, cuyo rostro quedaba intermitentemente iluminado con la luz de los relámpagos.
En ese instante le dio la impresión de estar suspendido en el aire, de haber perdido el contacto del suelo bajo sus botas. Todo dejó de existir, excepto la chica. A penas podía escuchar el fragor de la tormenta, pues sus propias pulsaciones resonaban en sus oídos después de aquél impresionante trueno que había logrado alterarlas.
Tenía la impresión de que algo ardía en su cuerpo, pese al agua helada que se había adherido a sus ropas y el viento que llegaba hasta sus huesos, y él sabía que era aquella mirada de color indefinido que le llegaba hasta a través de la oscuridad la que le causaba aquello.
No era capaz de explicar lo que estaba pasando, se sentía como si ella estuviese leyendo su interior, como si fuese capaz de desenterrar sus pensamientos y penetrar en los lugares de la mente dónde él protegía sus secretos, y no podía hacer nada para evitarlo.
¿Quién demonios era aquella chica?