23 diciembre 2011

Dudas

"Dudar es de sabios.
Cada uno tiene que encontrar por si mismo las respuestas. Las del prójimo no valen nada.
Es parte del destino del ser humano, buscar a tientas las respuestas para las preguntas que se hace sin cesar.
Trabajo condenado al fracaso porque las verdaderamente importantes no tienen solución alguna"

                                                                       Pá.

01 noviembre 2011

Necrópolis.

Aquella era una oscura noche sin luna en la que las sombras a las afueras de la ciudad engullían todo lo que sus oscuras lenguas abarcaban.
La sinfonía de la noche se componía del murmullo de las hojas al ser agitadas por el viento, y del ulular de algún búho que se atrevía a desafiar al helor y la humedad que acompañaba a aquellos días de invierno.
Sin embargo, la luz que se filtraba a través de las ventanas de una pequeña casita, y las viejas notas que surgían de un destartalado gramófono plantaban cara a aquél tenebroso panorama. En su interior, sentado junto a una pequeña chimenea, descansaba un hombre al que la vejez comenzaba a ganarle terreno. Sus pequeños ojos, enmarcados por un sinfín de arrugas, permanecían fijos en el baile que efectuaban las llamas, mientras que su mente, muy lejos de allí, repasaba los recuerdos de la vida que había quedado escrita en su memoria, actividad que se vio obligado a interrumpir cuando el viento se alzó de pronto, haciendo crujir los cristales de las viejas ventanas.
Con un gesto de fastidio, se levantó del desteñido butacón donde descansaba y se acercó a la ventana más cercana. Usó el puño de su jersey para desempañar el cristal, y a continuación pegó la frente al cristal para observar el exterior con detenimiento. Fuera, continuaba reinando la soledad a la que ya estaba acostumbrado.
Dirigió la vista hacia la oxidada pero imponente verja de acero que quedaba a pocos metros de su humilde hogar. Sobre ella, una enorme placa de metal rezaba “Necrópolis” en letras oscuras.
Suspiró, y se dio la vuelta para regresar a su descanso, murmurando algo en voz baja. Era algo a lo que estaba acostumbrado, en realidad: hablar consigo mismo era una forma de hacerse compañía. Aunque ya se había acostumbrado a ello, pues llevaba casi un lucro viviendo allí en soledad, cuidando de las verjas del cementerio de la ciudad, asegurándose de que nadie se acercaba a horas inadecuadas y que ningún joven con ganas de aventuras se atreviera a molestar a los difuntos.  
Se dejó caer sobre el butacón de nuevo, sin imaginar que sus ancianos ojos habían pasado por alto una presencia en el exterior. Pero en realidad nadie podría culparle; la figura que caminaba entre los árboles era capaz de fundirse con la oscuridad que la rodeaban para pasar totalmente desapercibida, como una sombra más.  
Una joven, vestida de oscuras prendas, había esperado que el viejo celador volviera a su lugar junto al fuego antes de acercarse a la verja, para trepar por ella rápidamente y dejarse caer al otro lado con la agilidad digna de un gato.
Las hojas secas crujieron bajo el peso de sus botas, pero el sonido quedó ahogado por el gemir del viento. Observó de nuevo la ventana iluminada de la pequeña casa antes de internarse en el campo santo, esquivando las cruces y tumbas que surgían del suelo, implorando un recuerdo para los que descansaban eternamente bajo ellas. Sin embargo, la intrusa continuaba pasando entre ellas, dirigiéndose al núcleo de la necrópolis, mientras cientos de caras impresas en las fotografías de las lápidas la observaban fijamente, como únicos testigos de su presencia.
A cualquiera le hubiese inspirado temor el pasear a media noche entre tumbas, pero ella estaba acostumbrada a moverse por lugares así, e incluso peores, y sabía que los muertos era a lo que menos debía temer, ya que lo único que hacían era intentar descansar en paz.
Continuó moviéndose entre los laberínticos caminos rápidamente, con su gabardina ondeándose suavemente tras de ella, hasta que llegó a la zona de los panteones. Aquél lugar quedaba ligeramente más elevado que el resto del cementerio, y desde allí podía verlo casi en su totalidad. Cerró los ojos, y durante un momento pudo imaginarse los rostros de los vivos que visitaban aquél lugar cuando la luz del sol los amparaba: rostros surcados de lágrimas, rostros que reflejaban el temor que normalmente inspiraban los lugares como aquél. El temor al fin de la vida, que en muchas ocasiones se antojaba demasiado fugaz.
Decidida a no perder más tiempo, se acercó a uno de los panteones y observó su interior. Aquél sepulcro no llamaba la atención especialmente, pues su vejez se hacía evidente en las fracturas que se abrían en las piedras de las paredes, y las inscripciones habían quedado casi ilegibles. Quedaba totalmente eclipsado por la grandeza de los otros mausoleos, construidos por gente rica que pensaba que por ser enterrado entre lujos sobreviviría más tiempo en el recuerdo de la gente, y merecería un lugar más digno en lo que llamaban “paraíso”. Aquella era una de las creencias que evidenciaban la ignorancia  que los humanos poseían en cuanto al fin de la vida.
Observó la corrompida cadena caída bajo la verja de entrada, y sonrió. Después de todo, ellos habían llegado antes que ella.
Sin un titubeo, empujó las dos puertas que permitían el acceso y que emitieron un sonoro chirrido que resonó en el cavernoso interior del panteón, para cerrarlas de nuevo tras de sí y situarse con un par de pasos frente a la pared del fondo, en la que descansaba un pequeño y carcomido crucifijo de madera que presentaba lo que a primera vista parecía una quemadura circular. Sin embargo, los que conocían su significado y podían mirar más allá, podían ver que aquél circulo tenía inscrito en su interior un mensaje en extrañas e incomprensibles palabras que pocos sabían leer.
Por suerte, ella sí podía hacerlo, y las pronunció en voz alta con una melodiosa entonación que pareció flotar en el aire aun cuando sus labios se cerraron. Un instante después, una de las losas del suelo se desplazaba, mostrando unas escaleras de mármol que parecían bajar hacia las entrañas de la tierra.
Comenzó a descenderlas, sumida en la más espesa oscuridad, que no parecía dificultarle la tarea. No tardó mucho en llegar a la parte más baja, que se asemejaba sorprendentemente al recibidor de una casa no demasiado modesta. Ante ella, una puerta de madera oscura flanqueada por un par de velas la invitaba a penetrar la estancia que era su destino.
Agarró el pomo con una mano enguantada y accedió a la habitación del otro lado, que quedaba potentemente iluminada por docenas de candelabros que se sujetaban a la pared, recubierta por estanterías llenas de tomos antiguos.
El centro de la estancia quedaba ocupado por una mesa de cristal y madera sobre la que descansaban un par de copas y una botella de brandi. A su alrededor, sentados en varias sillas tapizadas por terciopelo, se encontraban cuatro hombres jóvenes de aspecto muy distinto  que ya conocía, y que permanecían en un silencio espectral que sólo cesó después de que levantaran la vista hacia ella.
-Vaya, por fin apareces, Catherine… -dijo uno de ellos, sonriendo, mientras apuraba la copa que sostenía en sus manos- pensaba que no te presentarías a la cita.
La joven abrió la boca para responder, pero antes de que pudiera hacerlo otro de ellos, que iba acompañado de un chico totalmente igual a él, discrepó.
-¿Catherine?-sonrió-Bueno, confieso que estoy confuso… ella se nos presentó a mí y a mi hermano con otro nombre… -le dirigió una mirada perspicaz- ¿Verdad, Anne?
Ella le sostuvo la mirada, que pronto se vio trasladada a otro punto de la habitación, en el que se hallaba un hombre cuyo rostro quedaba casi totalmente completo por una oscura melena negra sobre la que caía la capucha de la túnica que vestía.
-El nombre que usó conmigo fue Madeleine-dijo, mirando fijamente la brillante superficie de la mesa.
Hubo un fugaz e incómodo silencio que se resquebrajó cuando el primero de los jóvenes arrastró la silla para levantarse, dejando la copa sobre la mesa y retirándose un mechón de cabello azulado de los ojos.
-Entonces… ¿nos vas a decir quién demonios eres, y para qué nos has citado aquí?
Ella los observó detenidamente, guardando silencio. Ellos no conocían su nombre real,  y posiblemente no lo hicieran nunca, pero ella sí sabía quiénes eran aquellos cuatro individuos. Le había costado meses dar con ellos, pero el encontrarlos reunidos bajo el mismo techo le garantizó que todo el trabajo y la búsqueda habían valido la pena.
-Bueno, si no vas a responder, será mejor que nos marchemos… -uno de los gemelos se puso en pie.
-Está bien- dijo ella –está bien… -y sonrió-  Confieso que no creía que fueseis a acudir todos a la cita… pero ahora que estáis aquí…
Su voz fue coreada por un chasquido que hizo que los cuatro citados se pusieran alerta. Sin embargo, antes de que ninguno pudiese moverse, la desconocida había abierto su gabardina, y sujetaba sendas pistolas de plata en las manos, apuntando directamente hacia donde ellos se encontraban.
-Que comience el juego –sentenció. 

12 septiembre 2011

Mi mundo

Mi mundo es mucho más pequeño de lo que todos piensan, podría decirse que es tan sólo una pequeña estancia que no está vacía. Tú puedes moverte por mi mundo si así lo deseas, pero sólo si prometes tener cuidado con lo que hay en él.
Lo primero que tienes que saber si quieres entrar es que no hay demasiada luz, y por ello deberás mirar dos veces un rincón para ver lo que en él descansa. Puede que las sombras te aturdan o te engañen, y sólo diferenciarás la verdad de una farsa si te esfuerzas en ello.
El suelo de mi mundo es brillante, y está cubierto de libros. Páginas antiguas, páginas nuevas, páginas que relatan vidas, recuerdos, historias, sentimientos y sensaciones. Páginas llenas de esencias, que pertenecen a aquellos que me importan. Tal vez tú algún día te ganes un lugar, un libro, y un espacio en el suelo. Puede ser que nunca lo sepas, al igual que no lo saben los que ya figuran en los tomos, pero tu nombre ya está escrito en uno de los lomos, aunque sus páginas están en blanco, y lo que se escriba en ellas sólo dependerá de ti.
En mi mundo suena un violín. No, un piano. No, estoy segura de que es un violín, aunque también podría ser un piano, y de hecho, lo es. No es una melodía alegre, no es una melodía triste. Puedes darle el sentido que desees, ya que jamás entenderás lo que significa en realidad. Es la melodía de mi mundo, la que siempre me acompaña, y sólo yo puedo comprenderla. Pero no te molestes, estoy segura que en tu interior suena una melodía que yo nunca podré comprender.
Las paredes están desnudas, pero en ellas hay escritas más palabras de las que podrías leer en una vida. Son palabras que significaron algo, pero que he terminado olvidando. Son el eco de lo que alguna vez flotó en el aire, y que finalmente quedó atrapado en el muro. No he podido borrarlas, pero ahora tampoco deseo hacerlo. Si están ahí, será por algo.
En mi mundo hay una ventana. Es una gran ventana, aunque a veces desaparece. No sé qué se puede ver a través de ella, ya que no me he asomado aún, pero si tú deseas averiguarlo sólo tienes que echarle un vistazo.
Ahora que lo has visto todo, puedes marcharte si así lo deseas. Espero que hayas disfrutado de tu visita, yo la recordaré siempre.
Tus huellas quedarán marcadas sobre el polvo.


09 agosto 2011

Jack the ripper. Capítulo I, escena III

Londres era una enorme e importante ciudad a finales del siglo XIX, pionera en industria y descubrimientos, alzada sobre la base del orgullo de sus ciudadanos. En ella, cada día tenían lugar docenas de acontecimientos que, importantes o no, debían llegar a los habitantes de la capital inglesa con el mayor lujo de detalles. Sin embargo algunas veces la publicación de ciertas noticias se consideraba “innecesaria” por personas influentes, importantes, personas que ocupaban altos cargos y que no deseaban que ciertos sucesos se dieran a conocer, y la mayor parte de las veces lo conseguían, gracias a “generosas donaciones” a los directores de los medios de comunicación, que podían convertirse en amenazadoras advertencias en su defecto.
Sin embargo, algunos periódicos se atrevían a publicar artículos que podrían enfurecer a más de una entidad. Uno de ellos se enorgullecía de llevar el nombre de London's shadow, y había conseguido situarse en uno de los primeros puestos en las listas de popularidad, sorteando todos los obstáculos que se le presentaban. Pese a ello, el London’s shadow continuaba editándose en las pequeñas oficinas donde lo había hecho desde su fundación, cuarenta y siete años atrás, en un pequeño edificio céntrico cuya fachada pasaba fácilmente desapercibida entre las grandes estructuras que se alzaban en el núcleo de la ciudad.
La fachada estaba cubierta de una rojiza cara vista, que otorgaba aquella sencilla elegancia que quedaba rematada por la puerta principal, que consistía en dos hojas de madera noble no demasiado trabajada, y que permitía el acceso al edificio.
El interior tampoco destacaba particularmente. A parte de una pequeña secretaría, las otras estancias se repartían dividiéndose en despachos y salas de redacción, en las que siempre flotaba un murmullo constante compuesto del sonido de cucharas chocando contra la porcelana de alguna taza, el frenético tecleo de los periodistas en las máquinas de escribir, la campanilla del recién instalado teléfono y susurros que en ocasiones hacían pedazos la concentración de algunos trabajadores. Por ello, cuando Evangeline Evans entró en la sala referida a asuntos policiales y política, abriendo la puerta de un portazo y maldiciendo en voz demasiado alta.
La mayoría de personas que había en la sala la miraron de forma no demasiado amable, pero otras se limitaron a suspirar, acostumbrados ya al comportamiento de la extraña mujer y a su difícil carácter.
Cuando Evangeline llegó hasta su mesa y se dejó caer sobre la antigua silla acolchada después de dejar la cámara con cuidado en el suelo, todos retomaron su trabajo allí dónde lo habían dejado. Todos menos una mujer que continuaba observando a la recién llegada desde su escritorio, apoyando la cabeza, cubierta de rizos dorados, sobre las manos, cuyas uñas aún contenían restos de esmalte rojo.
-¿Qué ha pasado esta vez, pequeña?-preguntó en voz demasiado baja para que los demás escucharan, pero lo suficientemente alta para que Evangeline sí pudiera hacerlo.
Evangeline levantó la mirada hacia la rubia, que le dedicó una amplia sonrisa, y suspiró, inclinándose hacia delante para apoyar uno de los codos en la mesa. Se preguntó si Morgan se cansaría algún día de hacerle esa pregunta.
-Vamos, puedo ver en tu mirada que has tenido algún contratiempo- insistió Morgan, enredando uno de sus rizos rubios en los dedos-. A mí no me engañas.
Cierto, no podía engañarla, habían sido compañeras durante demasiado tiempo como para intentar siquiera ocultarle algo.
-¿Ha pasado algo en Whitechapel, verdad?
Evangeline volvió a suspirar, asintiendo, y Morgan hizo un gesto de satisfacción. No solía equivocarse, ya estaba muy acostumbrada a las desventuras de aquella joven, desde las peleas con los jefes del London’s Shadow (que la calificaban de insolente pero no tenían las suficientes agallas como para prescindir de una periodista tan excelente como ella) hasta las amonestaciones que recibía por meterse en lugares privados o por hurgar en asuntos que no le incumbían.
-Sí… me encontré con la policía metropolitana-respondió por fin Evangeline, utilizando el mismo tono de voz que Morgan.
-Oh, pero sabías que eso iba a pasar-dijo la rubia, alzando una ceja- el informador de esta mañana nos dijo que la policía ya había llegado a la escena del crimen.
-Sí, sí, lo sé. Pero… Intentaron echarme –Evangeline cogió una de las plumas que descansaban sobre su escritorio, y se puso a observarla sin interés.
-¿Intentaron echarte? Bueno, supongo que esta vez no te resistirías… -aventuró, pero el silencio de su compañera fue suficiente como para demostrarle que se equivocaba.- ¡Evangeline! ¿Otra vez? Ya hemos tenido muchos problemas con tus… -dejó de hablar al ver que uno de los periodistas la miraba seriamente. Al parecer había alzado demasiado el tono de voz. Se apresuró a enmendarlo.-Ya hemos tenido muchos problemas con tus conflictos con la policía metropolitana.
Evangeline agitó la pluma en el aire.
-¿Crees que no lo sé, Morgan?-dijo, en un tono malhumorado- pero no esperarás que deje que me echen a las buenas. Después de todo, soy una periodista, informo al mundo de lo que ocurre, no veo por qué no debería hacer mi trabajo.
Morgan pareció querer decir algo, pero se limitó a poner los ojos en blanco.
-Además, son todos unos incompetentes de mentes cerradas. Me sacan de quicio, son tan fanfarrones pensando que son capaces de todo, cuando en realidad no son capaces de ver más allá de su…
-Oh -interrumpió Morgan de pronto, y esbozó una media sonrisa- Así que te has encontrado con Abberline, ¿eh?
Evangeline intentó disimular su mueca de sorpresa dirigiendo la mirada en dirección contraria al escritorio de su compañera.
-He dado en el clavo, soy genial-Morgan repitió el gesto de satisfacción, y Evangeline frunció el ceño- Y, cuéntame, ¿Qué tal todo?
-¿Qué quieres decir? Continua siendo tan insoportable como siempre lo ha sido. Parece un infante atrapado en un cuerpo de adulto.
-Un cuerpo bastante apuesto, por cierto.
La divertida mirada de Morgan hizo que Evangeline sonriera.
-Sí, muy apuesto… -dijo, en un tono de no muy logrado sarcasmo- Será por ello que tiene más éxito con las mujeres que en su trabajo.
-Vamos, no seas cruel. Sabes que es el mejor detective de todo Londres, ha resuelto más casos por sí mismo que el cuerpo metropolitano, incluso más que la Scotland Yard.
-Bah, pierde todo su mérito después de haberse pasado tantos meses en la sombra.
-Estoy segura que Abberline ha tenido sus motivos para ello. Ser detective debe ocasionar mucho estrés, y ni siquiera tiene una mujer a su lado que le ayude con eso… -Morgan lanzó una mirada furtiva a su compañera.
-Oh, no me extraña. ¿Qué clase de mujer soportaría a semejante?-su pregunta obtuvo como respuesta otra de aquellas características miradas- Morgan, ni se te ocurra pensar que yo…
-Vamos, vamos, tendrás que reconocer que sería un buen partido para ti… rico, atractivo, joven-dijo, y sonrió- además, ambos sois igual de tozudos… Aunque conociéndote sólo le utilizarías para obtener información con la que trabajar.
Evangeline le lanzó una mirada de falso horror.
-¡No pensará que soy una de esas estiradas damas que se casan con hombres por algún tipo de interés!
Morgan rió ante la teatral escena.
-No, pero deberías pensar en ello.
-No necesito a ningún hombre, y menos a Abberline -sentenció ella.
-Una pena… si yo pudiera quitarme de encima veinte añitos, iba a por él.
Evangeline rió.
-Te gustan demasiado los veinteañeros con cara bonita.
-Bueno, es que me aburro demasiado entre estas cuatro paredes, necesito aprovechar cualquier tipo de distracción.
La conversación terminó con la risa de ambas antes de que volvieran a sus quehaceres. Morgan estaba redactando un artículo sobre la demolición de un importante teatro que había quedado reducido a escombros y ceniza después de que un incendio lo devorara por completo. Sus ojos verdes no se separaban de la hoja en la que escribía, y su boca no era más que una línea en un rostro que denotaba concentración.
Evangeline, al contrario que su compañera, era incapaz de concentrarse en nada. Demasiadas excitaciones aquella mañana, sobretodo en la parte que había preferido omitirle a Morgan: que la policía había intentado detenerla por desobedecer órdenes directas, y pese a que ella se había resistido, estaba segura de que habrían conseguido llevársela si el agente Abberline no hubiese intervenido y convencido al inspector de que la dejara libre. Chasqueó la lengua al pensar en ello. En parte le estaba agradecida, y  eso era precisamente lo que la ponía furiosa. No quería deberle nada a nadie, y mucho menos a ese individuo con aires de superioridad.
Además, conocía demasiado bien al agente como para saber que él siempre recordaría la ayuda que le había prestado, y que se la echaría en cara siempre que tuviera ocasión, no sería la primera vez, de hecho.
Cerró los ojos y respiro hondo. No era momento de perderse en sus recuerdos, y para evitar seguir pensando en Abberline y el pasado que la mantenía unida a él, centró la atención en su preciada cámara. El aparato era uno de los más novedosos del mercado, y aún no se habían puesto a la venta en Londres. Lo cierto es que había mentido a Abberline a cerca de su origen, pese a que poseía una pequeña fortuna que le permitía vivir consintiéndose ciertos caprichos, nunca los hubiese utilizado para algo así, por no hablar que hubiese sido imposible conseguir una cámara como aquella sin tener buenos contactos.
No, la cámara había sido un regalo. Un mensajero se la había llevado hacía cosa de tres semanas a su residencia, junto a un sobre que contenía una orquídea blanca. No había ningún nombre en el remitente, pero tampoco le había hecho falta para descubrir de quién se trataba.
Gauthier, no podía ser otro. Había recibido otros dos obsequios suyos desde que le conoció casi un año atrás, pero nunca tan caros. Al principio había pensado en buscarle, hacerle una visita y devolvérsela, pero sabía que Gauthier se lo tomaría como una ofensa, y que lo mejor era quedársela.
Sonrió, agradeciendo aquél obsequio, y acarició las pequeñas iniciales que habían escrito en uno de los lados. Sus iniciales, E.E.
Pensó que lo mejor sería ir a revelar las pocas fotos que había conseguido hacer al cadáver de la prostituta, llamada Mary Anne según la gente a la que había preguntado, antes de que el primer agente la hubiese interrumpido. Una foto siempre le daba más dramatismo a una noticia, noticia que por supuesto ella se encargaría de redactar.
Lo cierto era que los asesinatos de las mujeres de calle estaban a la orden del día, sobretodo en la zona de Whitechapel, pero eso no era motivo suficiente para no informar sobre ellos. Sin embargo, necesitaba un par de datos más para que el artículo fuera lo suficientemente suculento.
-¿A dónde vas ahora? No llevas ni una hora ahí sentada-Morgan levantó la vista de su máquina de escribir cuando vio como Evelyn cogía su cámara y su pequeña cartera y se levantaba de su mesa.
-Ah, pues… a indagar-su compañera a penas le prestó atención, y salió rápidamente de la sala antes de que ella pudiera hacerle más preguntas.
-A indagar, ¿eh? Bueno, pequeña, sólo espero que no te metas en más líos-murmuró Morgan tras quedarse sola, antes de volver a su trabajo.  

15 julio 2011

Tormenta

El primer trazo de luz fue tan perfecto como el de los anteriores, como si hubiese estado dibujado por una mano experta, pero de pronto comenzó a extenderse hacia todos lados, derramándose sobre el cielo, imitando las ramas de un árbol que crecen huyendo del tronco.
La brillante línea surcó la negrura del cielo durante apenas un segundo, eclipsando la luz de las estrellas, cuyo esplendor quedaba en parte ya oculto por las opacas y oscuras nubes que flotaban en lo alto, moviéndose rápidamente a causa del fuerte y helado viento que soplaba aquella oscura noche sin luna.
La luz murió justo en medio del océano, y para el muchacho que lo había observado desde su nacimiento en lo más alto, fue como si se perdiera en el inalcanzable horizonte.
En su rostro se dibujó una expresión de fascinación cuando vio el último destello del relámpago, justo antes de que un sonido estremecedor lo inundara todo, recorriendo cada tramo de la ciudad, llegando a los puntos más ocultos, filtrándose en él mismo y resonando en su interior.
Su mirada grisácea intentaba perderse entre las olas del mar embravecido, que reflejaba el espectáculo de luz y electricidad del cielo. Realmente le encantaban las tormentas. Cuando las observaba sentía que la energía que liberaba el cielo era capaz de entrar en él por cada uno de los poros de su pálida piel.
Una fina e insistente lluvia caía sobre él, y aunque en principio no le había dado demasiada importancia, se había mantenido demasiado tiempo a su merced, quedando empapado hasta los huesos. Debería haberse conformado con observar la tormenta eléctrica desde la ventana, pero, ¿Cómo demonios podía resistirse a salir al exterior a respirar aquél aire tan limpio, a sentir la caricia helada del viento en la cara, y el frío tacto de la lluvia sobre su piel?  Todo ello le hacía sentir bien, era una de las pocas cosas que podía extasiarlo. En momentos así su mente se abría, permitiéndole acceso a sus recuerdos, aumentando la capacidad de concentración. Podía pensar, sentirse tranquilo y en paz, aunque sobre su cabeza parecía librarse una feroz batalla.
De repente, una voz sonó a sus espaldas, devolviéndolo a la realidad.
-Oye enano, te estamos esperando para cenar.
Él se dio la vuelta, dando la espalda al mar y a su amado espectáculo, para descubrir a su hermano, que asomaba la cabeza por una de las puertas correderas de la terraza que él había cerrado antes de salir para que la lluvia no encharcara su habitación.
-Estás empapado –observó- será mejor que entres y te cambies antes de que mamá te vea y le dé un infarto, se recupere e intente matarte.
Él asintió lentamente, volviendo la mirada hacia el cielo otra vez.
-Ahora voy, dame un minuto -dijo.
-Hay que ver, que raro eres… -murmuró su hermano, antes de volver a internarse en la casa y dirigirse a la cocina.
Cuando volvió a quedarse solo, suspiró. La observación de la tormenta había terminado, muy a su pesar. Podría quedarse unos minutos más, pero su hermano tenía razón respecto a su madre, si le pillaba así se pondría hecha una furia. Había estado muy nerviosa desde que se mudaron hacía aproximadamente un mes, y no le extrañaba, había supuesto un cambio bastante grande en sus vidas cuotidianas.
A él tampoco le había sentado muy bien la mudanza en un principio, pues había tenido que dejar atrás a sus dos mejores amigos, y a pesar de que ellos habían insistido en que podrían llamarse y mantener el contacto vía internet, sabía que nada sería lo mismo desde el momento en que comenzó el viaje hacia su nuevo hogar.
Para empezar, la nueva ciudad estaba demasiado lejos de la que se encontraba su antigua residencia, por lo que las visitas que ellos pudieran hacerle ya serían escasas, y además estaba en una zona apartada, cerca de la costa y a unos pocos quilómetros del núcleo urbano, así que dudaba que existiera siquiera una línea de bus directa hasta allí.
Pero el contacto con sus amigos no sería lo único a lo que afectaría su mudanza, si bien era lo que más le fastidiaba. Además de eso, en otoño debería comenzar las clases en una nueva universidad que ni siquiera sabía dónde estaba, por no hablar de que había tenido que dejar las lecciones de piano cuando estaba a punto de terminarlas. Y claro, había dejado atrás la casa donde se había criado, donde habían transcurrido sus diecinueve años de vida, y se había mudado a aquella extraña urbanización que quedaba medio deshabitada cuando refrescaba en invierno, pues la gente se desplazaba a residencias más al interior para huir de la brisa marina.
En realidad eso le daba un poco igual, porque no es que fuese muy propenso a relacionarse con la gente, y pasaba la mayor parte del día solo por voluntad propia, pero tampoco le apetecía vivir en un barrio fantasma.
Se acercó un poco más a la balaustrada blanca que rodeaba la parte exterior de su terraza y dejó de contemplar durante un segundo el mar y los rayos para echarle un rápido vistazo a la calle. Se notaba que había sido recientemente asfaltada, y sus aceras eran lo suficientemente anchas como para que varias personas caminaran por ella sin problemas y para dar acceso a las múltiples verjas que daban acceso a las idénticas viviendas adosadas.
La suya era la número 9, y quedaba prácticamente en el centro de la manzana. La verdad es que era una casa bien equipada, amplia y luminosa, y además disponía de un enorme jardín que la rodeaba y del que carecía su casa anterior. Su madre lo había llenado ya de plantas, pero él se había reservado un sitio para su cerezo japonés.
Su habitación en el adosado era un poco más pequeña que la que tenía en su casa anterior, pero esta tenía una terraza desde la que se apreciaba perfectamente el mar y una playa de arena blanca, la cual quedaba separada del adosado por una pequeña manzana de viviendas más grandes. Le había costado quedarse con esa habitación, pero había convencido a su hermano explicándole que si se quedaba con la otra podría tener baño propio.
Un trueno, antecedido por su respectivo relámpago trajo de nuevo al muchacho al presente.  Miró el mar, esperando divisar una última de aquellas luces antes de entrar, y no se decepcionó, pues un nuevo relámpago atravesó el cielo, iluminando el mundo que le rodeaba durante un segundo, como el flash de una fotografía. Fue breve, pero duró lo suficiente para que el muchacho sintiera que algo se movía lejos de él, a su derecha.
Giró la cabeza en esa dirección, y contornó los ojos, esperando que así le fuese más fácil ver algo a través de la lluvia y la espesa oscuridad de la noche, que apenas se reducía con la escasa luz artificial que ofrecían las farolas. Descubrió así que había otra persona que miraba la tormenta desde la terraza de una casa más allá. Al principio se sorprendió, aún no había visto a los inquilinos de ese adosado, y el hecho de que fuese una chica de más o menos su edad –o eso calculó él por su aspecto- le resultó desconcertante, sin saber muy bien por qué. Se preguntó cuánto rato hacía que estaba allí, aunque dedujo que no debía ser demasiado, porque se habría percatado antes de su presencia de no ser así. Ella, por su parte, no parecía haberse dado cuenta de que él estaba allí, y seguía observando la tormenta con semblante serio.
Llevaba un vestido blanco que se agitaba sobre su cuerpo a pesar de estar empapado por la lluvia, y una larga melena, también mojada, caía en mechones que el viento hacía danzar hasta  un poco más abajo de sus hombros.


En ese instante una nueva luz lo cubrió todo. Un rayo había caído más cerca que los anteriores, y el estruendo que le siguió sonó increíblemente fuerte, dando la impresión de que el cielo se estaba resquebrajando sobre sus cabezas y se abría en dos para caer sobre ellos en forma de una lluvia intensificada que se convirtió en aguacero.
Un escalofrío recorrió el cuerpo del muchacho, sin poder evitar sentirse intimidado ante la fuerza de aquella tormenta. Dirigió de nuevo la miradaThinks hacia la terraza vecina, y se encontró atravesado por la mirada de aquella chica, cuyo rostro quedaba intermitentemente iluminado con la luz de los relámpagos.
En ese instante le dio la impresión de estar suspendido en el aire, de haber perdido el contacto del suelo bajo sus botas. Todo dejó de existir, excepto la chica. A penas podía escuchar el fragor de la tormenta, pues sus propias pulsaciones resonaban en sus oídos después de aquél impresionante trueno que había logrado alterarlas.
Tenía la impresión de que algo ardía en su cuerpo, pese al agua helada que se había adherido a sus ropas y el viento que llegaba hasta sus huesos, y él sabía que era aquella mirada de color indefinido que le llegaba hasta a través de la oscuridad la que le causaba aquello.
No era capaz de explicar lo que estaba pasando, se sentía como si ella estuviese leyendo su interior, como si fuese capaz de desenterrar sus pensamientos y penetrar en los lugares de la mente dónde él protegía sus secretos, y no podía hacer nada para evitarlo.
¿Quién demonios era aquella chica?


12 junio 2011

Insecto o gota.


Soy una cobarde.
Esto es algo irrefutable, algo que nadie puede cambiar, ni siquiera yo, claro está. Tengo miedo con más constancia del que me gustaría tenerlo, no puedo controlarlo y no creo que pueda hacerlo jamás.
No es miedo a algo físico, a algo vivo, a algo palpable. No es miedo a algo que pueda reptar por tu cama a media noche o que pueda mirarte mientras cuelga del techo de una habitación. Es un temor abstracto, que nació de la inseguridad, supongo.
Y, por supuesto, no soy la única. Mucha gente tiene miedo abstracto, hay personas que temen a la muerte, al paso del tiempo o al dolor. Los humanos tememos a aquello que no podemos controlar, a lo que nos resulta impredecible e inevitable, es algo bastante obvio. Cosas que no dependen de nosotros, y en las que parece que no podemos influir por más que lo deseemos, es por ello que muchas veces nuestros temores tienen que ver con el comportamiento de otras personas.
Yo, por mi parte, temo perder aquello que quiero. Tengo miedo a despertar un día y que todo se haya esfumado, a intentar recuperarlo alargando la mano y notar como se deshace entre mis dedos como el humo. Aquello a lo que más quiero es también a lo que más temo. Este es mi miedo abstracto, no hay más, y cientos de personas tienen el mismo miedo que yo.
A veces pienso que es un miedo egoísta, temer a que aquello que amamos desaparezca. He meditado mucho sobre ello, y me he dado cuenta de por qué quiero a las personas. Las quiero porque son especiales, únicas, irremplazables (claro, si se pudieran reemplazar, ¿qué sentido tendría temer perderlas?) y son esas y sólo esas personas las que me pueden ayudar en mi día a día, las que pueden hacerme sonreír, las que forman parte de los pilares que sostienen mi vida, y sin las cuales esta no tendría sentido alguno. Por lo tanto, aquello a lo que amo me ayuda, me resulta necesario. Pensando así, tengo miedo a perder aquello que me es esencial, y esto es, claramente, un pensamiento egoísta. Pero después surge esa sensación de que quieres tanto a esas personas que incluso renunciarías a cualquier cosa por ellas. Entonces, el esquema del egoísmo se cuartea, se desgarra, se hace pedazos y se desmorona. Queda claro que NO es un miedo egoísta.
En fin, egoísta o no, el miedo nos hace tener reacciones extrañas. A veces podemos negar el hecho de que algo nos infunde temor, como si así pudiésemos evitarlo. Hay veces que lo asimilamos, y esperamos –temiendo, claro- a que llegue, esperanzados en que no sea tan terrorífico como nos imaginamos. 
También hay veces que podemos plantar cara a estos miedos. Podemos intentar controlarlos, evitarlos, hacerlos más pequeños, debilitarlos y tal vez incluso hacerlos desaparecer, enmudeciendo esa voz que desde dentro de nosotros grita una y otra vez que es imposible. ¿Es acaso eso ser valiente? ¿Es valiente alguien que planta cara a sus miedos? Bueno, en ese caso alguien tiene que ser cobarde antes de ser valiente. Serían entonces términos coexistentes en una misma persona, como tantos otros.
O aguarda, tal vez tener miedo a algo no significa ser cobarde. Tal vez lo realmente cobarde es esperar o negar ese temor.


Yo no estoy dispuesta a permitir que mis temores se adueñen de mí. Les plantaré cara hasta que no me queden fuerzas. Puede que de la imagen de un insecto golpeándose contra el cristal de una ventana, esperando a que una de las veces que arremeta contra él esté abierta, pero yo prefiero pensar que soy una gota de agua. Sí, una gota de agua que cae una y otra vez sobre el mismo lugar, erosionándolo muy lentamente.
Insecto o gota, pienso continuar insistiendo, plantando cara a mis miedos. No estoy dispuesta a permitir que se cumplan, le tengo demasiado miedo a lo que pueda pasar entonces.
En ese caso, NO soy una cobarde.

05 junio 2011

Jack the ripper. Capítulo I, escena II


La habitación estaba prácticamente sumida en la penumbra, a excepción del recodo que alcanzaba a iluminar una pequeña lamparilla a la luz de la cual Abberline leía los datos que había podido recopilar a lo largo de la mañana preguntando a algunas personas.
El nombre completo de la mujer asesinada era Mary Ann Nichols, nacida en Londres el  26 de agosto de 1845 y fallecida esa misma madrugada, 36 años después. Se dedicaba a la prostitución en los barrios de Whitechapel desde hacía varios años, por ello era bastante conocida, sobretodo por el pseudónimo de Polly, su nombre de profesión.
Se alojaba en una pensión barata cercana a la taberna a la que solía acudir unas cuatro veces a la semana. No tenía relación sentimental, no tenía hijos ni estaba en contacto con su familia, y su nivel económico rozaba la pobreza.
La última vez que alguien la vio fue en una calle cercana a la esquina de Osborn y Whitechapel Road, aproximadamente cuando daban las cinco y media de la madrugada. No encontraron nada extraño en ella, no parecía nerviosa, alterada ni asustada, era una noche de trabajo como otra cualquiera.  En aquél momento no se imaginaba que iba a ser asesinada. Tal vez si lo hubiese sabido podría haber pasado los últimos momentos de su vida de alguna forma distinta, especial. Podría haberse arrepentido de sus pecados o haber dicho esas palabras que siempre callamos. Y quién sabe… tal vez podría haber dado media vuelta y haber burlado a su destino.
De pronto, alguien entró precipitadamente a su despacho, abriendo la puerta a través de la cual entró luz que desgarró las sombras de aquél lugar, y le cegó durante unos instantes antes de que reconociera a la alta figura ante él.
-¡Henry! –exclamó, con una sonrisa entusiasta- ¿Qué te trae por aquí?
-¡Por el amor de dios, Abberline! –Exclamó el otro sin darle respuesta, antes de acercarse a las ventanas para apartar las pesadas cortinas y abrirlas de par en par- ¡Este lugar apesta a tabaco barato! ¿Qué haces a oscuras aquí encerrado? ¿Y por qué demonios no estaba echado el cerrojo en la puerta principal? Aún te comportas de esta forma tan extravagante, incluso después de haber conseguido tantos méritos con todos esos casos… Así no conseguirás buena fama.
Abberline se cubrió los ojos con las manos, deslumbrado.
-¿Quién demonios necesita fama?-murmuró.
Henry terminó de hacer su trabajo con las ventanas y se dio la vuelta hacia él.
-¡Tú la necesitas! Has estado demasiado tiempo ausente, podrías ser restituido de tu rango si sigues comportándote como un crío y desafiando a la autoridad superior.
Abberline sonrió, apagó la lamparilla cuya luz se volvió prescindible y comenzó a agrupar los papeles que había estado examinando.
-Así que es eso… ¿A caso se molestó el inspector Reid?
-¿Que si se molestó? Alardeaste demasiado de tus deducciones, y ahora ha solicitado que este asesinato quede en manos de la Policía Metropolitana de Whitechapel, y no sólo eso, también quiere que te trasladen a otro caso.
-Uh, ¿Tan mal le caigo?-Abberline volvió a sonreír.
-Frederick… no te conviene perder este caso. Sería una buena oportunidad para regresar al trabajo después de aquello… -su tono de voz se tranquilizó al recordar el pasado- podrías intentar levantar cabeza de nuevo.
La sonrisa de Abberline despareció durante un instante apenas imperceptible.
-Bueno, el cualquier caso… ni siquiera Reid conseguiría hacer algo así. Un asesinato en plena calle es algo bastante grabe, sobretodo porque la población se consterna al encontrarlo tan cercano. La Scotland Yard no permitirá que el caso quede en manos de la policía metropolitana. Además… –hizo una pausa para buscar el paquete de cigarrillos en su chaqueta- ya he trabajado otras veces para ellos, y les he sacado de más de un apuro. Confío en que no me saquen de este caso… que me tiene bastante intrigado, por cierto.
Durante unos segundos se hizo un silencio que Abberline aprovechó para prender el cigarro y dar una profunda calada, antes de que Henry suspirara.
-Está bien, tú sabrás lo que haces.
-Me encanta que un viejo amigo como tú tenga esa fe en mí. Y ahora dime, ¿hay algo en especial que te traiga por aquí o simplemente venías a tomar un té?
-Oh-Henry pareció recordar algo y rebuscó en su chaqueta hasta que sacó un sobre doblado de uno de los bolsillos interiores y lo lanzó sobre la mesa- Esto. Es un pequeño informe del interrogatorio de esa prostituta que llevaron a comisaría. Trabajo en otro caso, pero supuse que traerlo sería una buena excusa para tomar un té, sí.
-Interesante… -murmuró Abberline, tomando el sobre y apartándolo junto a los otros papeles de la investigación- luego habrá tiempo para leerlo. Ahora, tomemos un té.
La noche llegó pronto aquél día. Abberline y Henry habían estado charlando toda la tarde, abarcando distintos temas y recordando tiempos que habían quedado atrás, pero que permanecían guardados en su memoria. Henry era una persona excelente para mantener una conversación interesante, y cuando se marchó, el inspector se sintió extrañamente solo.
Henry se había casado con una bella mujer. Era padre de tres hijos, rubios y fuertes como él, según le había descrito. Había tenido suerte, y había encontrado numerosos casos en los que invertir su capacidad de investigación, y trabajó duro hasta que consiguió el dinero suficiente para comprarse una hermosa casa para criar a sus hijos. Ahora se dedicaba sólo a los casos que él escogía, y había obtenido varias conmemoraciones y reconocimientos. Su estimado amigo Henry había triunfado en la vida, pero no por la fama y la fortuna.
Había conseguido una familia, personas importantes que llenarían su vida y su casa con el sonido de risas y palabras amables.
Abberline detestaba el silencio que reinaba en su casa y al que era imposible enfrentarse. Había vivido un tiempo refugiado en él, dándole la espalda a los eventos sociales, pero se había prometido a él mismo regresar a su antigua vida, y centrarse en el trabajo.
El reloj daba las once cuando volvió a su despacho. Cerró todas las ventanas antes de sentarse sobre su sillón y encender la lamparilla para leer la carta que le había traído Henry, tarea en la que invirtió apenas unos segundos. Cuando terminó, arrugó el papel entre sus dedos.
-Inútiles…-murmuró.
El interrogatorio había sido efectuado en la comisaría de la Policía Metropolitana de Whitechapel, por el inspector Edmund Reid. Sabiendo eso, Abberline podía imaginarse la escena. Reid era de esas personas que creen que lo pueden conseguir todo con un par de amenazas. Y la señora se encontraba en un estado psicológico en el que lo último que necesitaba era alguien que le gritara preguntas. Para conseguir información deberían haber utilizado un método sutil, premeditado, psicológico, algo que no estaba al alcance de alguien como Reid.
De todas formas, por lo menos consiguieron sacarle el nombre y su relación con la víctima. Una lástima que no fueran nada nuevo para él, pues conocía esos datos desde esa misma mañana, cuando interrogó a algunas personas por su cuenta.
La mujer era Elizabeth Stride, compañera de profesión de Mary Ann Nichols, algo evidente. Ambas trabajaban individualmente, sin embargo eran conocidas desde hacía tiempo. Estaba claro que tenían una buena relación, y los testigos ofrecían fe de ello, a pesar de que nunca las habían visto juntas en otro lugar que no fuese la taberna cercana a la residencia de la víctima.
Abberline decidió que debía ir a hablar personalmente con la señorita Elisabeth lo antes posible, y para poder hacerlo necesitaba averiguar dónde vivía, pues había regresado a casa después del interrogatorio.
Pero antes de eso debía acudir a ver al médico forense que se había encargado de practicar la auptosia al cuerpo de la fallecida.
Necesitaba construir cuanto antes el perfil del criminal.

11 mayo 2011

Jack the ripper. Capítulo I, escena I


Todos los hombres albergan una bestia en su interior, y pocos de ellos consiguen controlarla ser capaces de encerrarla en lo más profundo de su consciencia. Pues, ¿Qué hombre retendría una parte de sí mismo?

Una pequeña multitud invadía la calle Durward  cuando los primeros rayos del sol a penas despuntaban por encima de los tejados de Londres. Muchas de las personas que se concentraban allí reunidas ni siquiera sabían lo que había pasado, pero no tenían nada mejor que hacer que permanecer en la zona, y se dedicaban a murmurar con los vecinos mientras observaban como varios miembros del cuerpo de la policía metropolitana de Whitechapel se movían nerviosamente, intentando establecer un perímetro alrededor de un cuerpo que yacía tendido sobre la calzada, y que era frecuentemente iluminado por los flashes de las cámaras que intentaban retratar la tragedia.
-Por dios, deshágase de la prensa de una maldita vez!-ordenó un hombre a uno de los agentes mientras se secaba el sudor que resbalaba por su frente, antes de acuclillarse junto al cuerpo, que estaba siendo minuciosamente examinado por otro hombre mucho más joven.-Y bien, ¿qué opina, agente?
El muchacho no respondió, sino que continuó observando detenidamente el cadáver sin pestañear ni una sola vez, hasta que de pronto pareció reaccionar, y alzó la mirada hacia el hombre que le había preguntado.
-Cada mes, una media de siete prostitutas son asesinadas en este barrio-dijo.
El otro hombre le miró alzando una ceja.
-Sí, lamentablemente eso es cierto, pero, ¿qué tiene ahora eso…?
-Oh-interrumpió el joven- Estoy completamente seguro de que usted, Inspector Reid, como jefe de la policía metropolitana de Whitechapel, sabrá decirme cuál es el principal motivo de estos asesinatos.
Reid asintió.
-Sí, el principal móvil suele ser el hurto.
-Exacto, pero nuestra amiga-hizo un gesto con la mano, señalando el cadáver-conserva la recaudación de dos días enteros, así que se puede descartar el robo como móvil.
-En ese caso…
-No -el joven volvió a interrumpirle- le puedo asegurar que cuando el forense analice el cadáver no encontrará indicios de abuso sexual ni violación.
-Cómo puede estar tan seguro de ello?-Cuestionó el inspector.
El agente sonrió.
-Observe el cuerpo. La garganta fue seccionada por un profundo corte, no una, sino dos veces. Ello implica una muerte rápida y prácticamente indolora, puesto que la víctima murió antes de darse cuenta de lo que había pasado, ya que se le seccionaron la arteria principal a la primera. Limpio y letal, una muerte poco frecuente en señoritas de compañía, ¿no creé? Normalmente los asesinos que atacan a estas mujeres lo hacen violentamente, de forma sucia y poco elaborada. Después de todo, para la mayoría de sujetos son objetos, inmundicia y escoria.
-¿Pero cómo puede decir que fue una muerte limpia? ¡Por el amor de dios, Abberline, le han destrozado el abdomen!
El agente no cambió la expresión de su rostro, a pesar de que el inspector había elevado el tono de voz más de lo que le hubiese gustado, pero sí dirigió una rápida mirada al torso de la víctima.
Este estaba vestido cuidadosamente, cubierto por las prendas con las que había sido vista la noche anterior, como si nunca hubiesen sido retiradas. Sin embargo, bajo ellas, la piel estaba completamente desgarrada, y era por ello por lo que las telas, que en un inicio habían sido de un tono calabaza, ahora estaban teñidos de un oscuro escarlata de sangre.
-Sí, pero… fíjese, el vestido no está desgarrado, esto quiere decir que le quitó parte de la vestimenta para acuchillarle el vientre… Pero, pese a la carnicería que cometió con ella, se encargó de volverla a vestir, sin olvidar un solo detalle. Incluso el anudado del corsé está perfecto.
El inspector miró el atuendo del cadáver durante unos instantes, y después dirigió una furiosa mirada a Abberline.  
-¿Y acaso pretende que le demos las gracias al asesino por haber hecho tan buen trabajo con las ropas de la mujer?
-Oh, no, pero sólo digo que es algo digno de tener en cuenta-explicó el agente, manteniendo su habitual calma.
El inspector Reid se puso en pié, algo alterado, y volvió a pasar un pañuelo por su despejada frente para retirar el sudor que seguía cayendo.
-No veo importancia alguna en ello-declaró- lo único que importa es que un asesino anda suelto y que tiene que ser atrapado inminentemente. ¿Qué más da si…?
Las palabras de Reid quedaron en el aire por tercera vez cuando un agente se acercó apresuradamente a él.
-¿Qué ocurre?-preguntó el inspector, volviéndose hacia su subordinado y conservando el tono brusco con el que se había dirigido anteriormente a Abberline.  
El recién llegado tragó saliva y titubeó durante unos segundos ante la actitud de su superior.
-Verá, inspector, estamos teniendo problemas con una señorita de la prensa…
-¿Pero que demonios ocurre, agente? ¿Ni siquiera son capaces de mantener a la prensa alejada un momento?
Mientras que Reid sermoneaba al agente, Abberline se puso en pié y levantó la cabeza, buscando con la vista a la señorita que causaba problema. La encontró en frente de la multitud, gritándole a otro agente, que intentaba calmarla. Lucía un traje rojo con pantalón que llamaba la atención de las personas que estaban a su alrededor, y llevaba una cámara de último modelo colgando de una correa.
-Quién demonios es aquella mujer?-preguntó Reid-deténganla!
Abberline dio un paso adelante.
-Si me disculpa, inspector Reid, me gustaría encargarme de esto…
-Eh?-el inspector se volvió hacia él- creo que sería mejor detenerla por oponerse al cuerpo policial.
-Bueno, pero toda esta gente vería como detienen a una periodista… ¿no cree que ya hay bastante escándalo con el cuerpo de esa pobre mujer sobre la acera?
El inspector pareció meditarlo durante un instante, pero finalmente cedió.
-Está bien, haga lo que tenga que hacer, pero que deje de gritar. Y usted, agente –se dirigió al subordinado- venga, quiero que tome algunas muestras…
Abberline comenzó a caminar hacia la mujer, cuyos gritos se hacían más entendibles a medida que se acercaba.
-… solo luchamos por poder informar a los ciudadanos de Londres de los acontecimientos ocurridos! No es culpa nuestra si el cuerpo policial es tan incompetente que ni siquiera puede detener a un asesino de los barrios bajos! Que ha pasado con la libertad de expresión y prensa!? Es un derecho que…-los gritos cesaron cuando la joven reconoció el rostro de Abberline, y frunció el ceño- vaya… ¿Te han enviado para detenerme, Fred?
Abberline puso la mano sobre el hombro del agente que había estado discutiendo con la joven.
-Me encargo yo, gracias.
El agente sonrió, agradecido, y fue a donde estaba el inspector. Abberline lo siguió con la vista hasta que estuvo lo suficientemente alejado, y después se dirigió a la periodista.
-Siempre metiéndose en líos, señorita Evangeline…
La joven se ajustó el largo abrigo rojo y sonrió maliciosamente.
-Y usted y su pandilla de incompetentes siempre intentando ocultar la verdad a los medios, agente Frederik.
-Nunca dejará de provocar escándalo?
-Nunca dejará de dárselas de caballero inglés?
-Touché.
-Un placer.
Abberline frunció el ceño durante un instante casi imperceptible.
-Vaya, bonita cámara-dijo, haciendo un gesto hacia el aparato- un regalo de familia, quizás?
Evangeline acarició la cámara y le dirigió una mirada son sorna.
-No, algunas personas sabemos conseguir nuestros propios bienes sin depender de una gran herencia familiar, Fred.
El agente sonrió.
-No deberías llamarme así si te vas a dedicar a pasar el tiempo atacando a mi persona.
-Y usted no debería tutearme si ha venido aquí para echarme del lugar.
-Nunca echaría a una mujer que vista pantalones de la misma forma que usted lo hace.
-Oh! ¿Debo tomarme eso como un extraño halago o mejor debería interpretarlo como una muestra más del grandísimo machismo que asola la sociedad de hoy en día? –dijo la joven, a la vez que golpeaba el pecho del agente con el dedo índice.
Abberline suspiró, y se pasó la mano por el desordenado cabello liso, intentando sujetar los mechones castaños que le caían por el rostro, cubriendo sus ojos azules.
-Siempre tiene que tomárselo todo como un ataque?
-Siempre y cuando es necesario hacerlo-respondió ella, cruzándose de brazos
El agente tomó aire en un nuevo suspiro para decir algo más, pero nunca lo hizo, ya que un grito desgarró el aire a sus espaldas, obligándole a darse la vuelta velozmente para descubrir que el emisor de aquél lamento de dolor no era más que una mujer de la multitud que había caído sobre sus rodillas, y que miraba al cadáver con los ojos rebosantes de lágrimas.
-Polly!-gritó- Polly, qué es lo que te han hecho?
Al inspector no le bastó nada más que un vistazo para entender que aquella mujer era una amiga de profesión de la fallecida. No hacía falta más que un vistazo a su atrevido vestido, remendado en una llamativa tela verde y adornada con puntilla y plumas, y a su abundante maquillaje, que ahora se convertía en líneas oscuras que surcaban su rostro, arrastrado por las lágrimas.
Un par de agentes se acercaron a ella para levantarla del suelo, sujetándola mientras ella seguía lamentando la pérdida de su compañera.
-¡No podéis proteger estas calles de los demonios! ¡Es por vuestra culpa por la que mujeres como nosotras mueren en las calles sin que a nadie le importe!-se apartó de los agentes con un brusco empujón-¡Sólo os ocupáis de los asuntos que conciernen a los ricos herederos, y a las putas que nos den! ¿Qué os importa? ¿Qué os importamos a todos vosotros?-exclamó, dirigiéndose a la gente que había allí reunida- Oh, Polly…
Todos los allí presentes observaban atónitos la escena, que finalizó cuando el inspector Reid ordenó detener a la mujer y llevarla a comisaría, a pesar de que Abberline insistió en no hacerlo.
Después de aquella escena, el cadáver fue retirado por el forense después de unas fotografías, y la multitud se dispersó poco a poco, buscando nuevas formas de entretenimiento, de forma que la esquina de la calle Durward quedó solitaria y limpia, como si el horrible suceso de aquella noche jamás hubiese tenido lugar.
  

30 abril 2011

Jack the ripper. Introducción.


La luna brillaba llena en el alto y oscuro cielo Londinense, desafiando a las tinieblas que envolvían a la ciudad a aquellas tardías horas de la noche.
Las calles estaban totalmente desiertas en su mayoría, pues todo el mundo en aquel lugar sabía que el peligro acechaba en todos los rincones, protegido por las negras sombras que sólo se desgarraban ante la luz de algún farol que se negaba a consumirse.
Sin embargo, algunos de los barrios de la capital inglesa vivían de la noche, y el peligro en ellas era mucho mayor que en cualquier otra zona.
Este era el caso del famoso barrio de Whitechapel, cuya popularidad era atribuida por ser un barrio pobre que carecía de la elegancia que poseía Londres y por los múltiples burdeles baratos que llenaban las calles.
Los habitantes de este barrio eran, habitualmente, borrachos que habían sido expulsados de las tabernas, mendigos que improvisaban un lecho cubriendo el  frío asfalto con algunos harapos, criminales que aprovechaban la ausencia policial para llevar a cabo sus malas ideas y personajes de alto cargo que extraían el poder en el dinero ganado de contrabando o apuestas ilegales en lugares clandestinos.
Y por supuesto, no podían faltar las comunes señoritas que vagaban por las calles portando sinuosos vestidos ligeros de tela y ricos en escote que desafiaban las bajas temperaturas buscando algún caballero con el que hacer un negocio. Pues, ¿qué sería de Londres sin las damas de compañía en los barrios bajos como Whitechapel?
Ni siquiera la Scotland Yard se molestaba en terminar con la prostitución, ya que eran conscientes de que nadie más que ellos habían sido la causa de ella, al alojar a los inmigrantes y pobres en aquél lugar, condenándolos a ganarse la vida con lo que podían. Y por ello, la prostitución había aumentado en los últimos meses, de forma que la competencia entre las mujeres era mayor, y algunas de ellas se veían obligadas a meterse en calles más apartadas para asegurarse un número de clientes que les permitieran ganar el suficiente dinero para poder alimentarse.
Una de ellas era Mary Ann Nichols, que esa noche había elegido la esquina de Osborn y Whitechapel Road para trabajar, ya que el puesto que frecuentaba ya estaba ocupado cuando llegó aquella noche por jóvenes muchachas. Y es que aunque le costara admitirlo, la edad se había marcado en su rostro en forma de pequeñas arrugas, y en su  cabello, que antaño había sido envidiado por sus compañeras, comenzaban a aparecer canas que lo desteñían.
Por suerte, su cuerpo aún no había perdido todo su encanto y aún tenía utilidad en su oficio. Pese a ello, ninguno de los coches de caballos que pasaban paraba para ofrecerle trabajo, y a penas había transeúntes en aquél lugar.
-Pues menuda mierda-dijo, sacándose un paquete de cigarrillos de uno de los pliegues del vestido, y prendiendo una cerilla para poder encenderlo.
Se llevó rápidamente el cigarro a los labios, exageradamente pintados de un rosa pálido, y dio una profunda calada, sintiendo como la nicotina calmaba sus nervios, y se apoyó contra una fía pared de ladrillos para poder fijar la vista sobre la llama de un farol, que bailaba suavemente mecida por el viento helado la sinfonía del silencio nocturno.
Silencio que fue repentinamente interrumpido por unos pasos a sus espaldas y que la incitaron a darse la vuelta para descubrir a un apuesto joven que la miraba fijamente. Supuso que sería uno de esos muchachos que frecuentemente escapaban de sus ricos hogares para entregarse al alcohol y las mujeres a escondidas de sus padres.
-Está la bella dama de servicio esta noche?-preguntó utilizando un seductor tono de voz moldeado en un perfecto y elegante acento inglés.
-Oh, por supuesto, sí- respondió Mary Ann arrojando el cigarrillo y arreglándose los pliegues del desgastado vestido.
El joven sonrió, mostrando una hilera de perfectos dientes blancos que parecieron relucir en la oscuridad.
-En ese caso –dijo, alargando el brazo y tendiéndole una mano enguantada en cuero negro- permítame disfrutar de su compañía, y acompáñeme a un lugar más apropiado y elegante, que sea digno para una señorita con usted.
-Por supuesto, caballero –respondió la mujer, tomándole la mano y dejándose guiar.
Mientras caminaba, se fijó un poco más en el apuesto joven, que vestía totalmente de negro en telas de alta calidad y portaba un sombrero de copa con un listón de terciopelo rojo, que resultaba ser la única nota de color en él, a parte de los mechones desordenados que caían por su rostro y los hermosos ojos que la miraban con aquella amabilidad que estaba tan poco acostumbrada a recibir.
De pronto, el joven se detuvo, y la tomó por los hombros bruscamente para mirarla fijamente a los ojos a una corta distancia. Durante un instante, Mary Ann pensó que el muchacho no había podido contenerse hasta llegar a su destino, pero desechó la idea al ver que la miraba con compasión, y no con lujuria.
Durante unos instantes, fue prisionera del hermoso y frío color de los ojos del muchacho, hasta que este habló en un tono melancólico, muy distinto al que había utilizado anteriormente.
-Oh… señorita, estoy seguro de que usted podría haber hecho algo útil en su vida… pero las personas cometen errores que las condenan… es una lástima…
El tono de voz pasó de ser melancólico a serio, y más tarde adoptó un tono amenazador que hizo que Mary Anne temiera. Pero no pudo preocuparse, no pudo intentar escapar, ni siquiera le dio tiempo a lamentarse por ella misma.
Sólo pudo ver cómo el joven extraía un objeto brillante y afilado de entre sus oscuras ropas y un frío tacto en el cuello, antes de abandonar la vida para siempre.