01 noviembre 2011

Necrópolis.

Aquella era una oscura noche sin luna en la que las sombras a las afueras de la ciudad engullían todo lo que sus oscuras lenguas abarcaban.
La sinfonía de la noche se componía del murmullo de las hojas al ser agitadas por el viento, y del ulular de algún búho que se atrevía a desafiar al helor y la humedad que acompañaba a aquellos días de invierno.
Sin embargo, la luz que se filtraba a través de las ventanas de una pequeña casita, y las viejas notas que surgían de un destartalado gramófono plantaban cara a aquél tenebroso panorama. En su interior, sentado junto a una pequeña chimenea, descansaba un hombre al que la vejez comenzaba a ganarle terreno. Sus pequeños ojos, enmarcados por un sinfín de arrugas, permanecían fijos en el baile que efectuaban las llamas, mientras que su mente, muy lejos de allí, repasaba los recuerdos de la vida que había quedado escrita en su memoria, actividad que se vio obligado a interrumpir cuando el viento se alzó de pronto, haciendo crujir los cristales de las viejas ventanas.
Con un gesto de fastidio, se levantó del desteñido butacón donde descansaba y se acercó a la ventana más cercana. Usó el puño de su jersey para desempañar el cristal, y a continuación pegó la frente al cristal para observar el exterior con detenimiento. Fuera, continuaba reinando la soledad a la que ya estaba acostumbrado.
Dirigió la vista hacia la oxidada pero imponente verja de acero que quedaba a pocos metros de su humilde hogar. Sobre ella, una enorme placa de metal rezaba “Necrópolis” en letras oscuras.
Suspiró, y se dio la vuelta para regresar a su descanso, murmurando algo en voz baja. Era algo a lo que estaba acostumbrado, en realidad: hablar consigo mismo era una forma de hacerse compañía. Aunque ya se había acostumbrado a ello, pues llevaba casi un lucro viviendo allí en soledad, cuidando de las verjas del cementerio de la ciudad, asegurándose de que nadie se acercaba a horas inadecuadas y que ningún joven con ganas de aventuras se atreviera a molestar a los difuntos.  
Se dejó caer sobre el butacón de nuevo, sin imaginar que sus ancianos ojos habían pasado por alto una presencia en el exterior. Pero en realidad nadie podría culparle; la figura que caminaba entre los árboles era capaz de fundirse con la oscuridad que la rodeaban para pasar totalmente desapercibida, como una sombra más.  
Una joven, vestida de oscuras prendas, había esperado que el viejo celador volviera a su lugar junto al fuego antes de acercarse a la verja, para trepar por ella rápidamente y dejarse caer al otro lado con la agilidad digna de un gato.
Las hojas secas crujieron bajo el peso de sus botas, pero el sonido quedó ahogado por el gemir del viento. Observó de nuevo la ventana iluminada de la pequeña casa antes de internarse en el campo santo, esquivando las cruces y tumbas que surgían del suelo, implorando un recuerdo para los que descansaban eternamente bajo ellas. Sin embargo, la intrusa continuaba pasando entre ellas, dirigiéndose al núcleo de la necrópolis, mientras cientos de caras impresas en las fotografías de las lápidas la observaban fijamente, como únicos testigos de su presencia.
A cualquiera le hubiese inspirado temor el pasear a media noche entre tumbas, pero ella estaba acostumbrada a moverse por lugares así, e incluso peores, y sabía que los muertos era a lo que menos debía temer, ya que lo único que hacían era intentar descansar en paz.
Continuó moviéndose entre los laberínticos caminos rápidamente, con su gabardina ondeándose suavemente tras de ella, hasta que llegó a la zona de los panteones. Aquél lugar quedaba ligeramente más elevado que el resto del cementerio, y desde allí podía verlo casi en su totalidad. Cerró los ojos, y durante un momento pudo imaginarse los rostros de los vivos que visitaban aquél lugar cuando la luz del sol los amparaba: rostros surcados de lágrimas, rostros que reflejaban el temor que normalmente inspiraban los lugares como aquél. El temor al fin de la vida, que en muchas ocasiones se antojaba demasiado fugaz.
Decidida a no perder más tiempo, se acercó a uno de los panteones y observó su interior. Aquél sepulcro no llamaba la atención especialmente, pues su vejez se hacía evidente en las fracturas que se abrían en las piedras de las paredes, y las inscripciones habían quedado casi ilegibles. Quedaba totalmente eclipsado por la grandeza de los otros mausoleos, construidos por gente rica que pensaba que por ser enterrado entre lujos sobreviviría más tiempo en el recuerdo de la gente, y merecería un lugar más digno en lo que llamaban “paraíso”. Aquella era una de las creencias que evidenciaban la ignorancia  que los humanos poseían en cuanto al fin de la vida.
Observó la corrompida cadena caída bajo la verja de entrada, y sonrió. Después de todo, ellos habían llegado antes que ella.
Sin un titubeo, empujó las dos puertas que permitían el acceso y que emitieron un sonoro chirrido que resonó en el cavernoso interior del panteón, para cerrarlas de nuevo tras de sí y situarse con un par de pasos frente a la pared del fondo, en la que descansaba un pequeño y carcomido crucifijo de madera que presentaba lo que a primera vista parecía una quemadura circular. Sin embargo, los que conocían su significado y podían mirar más allá, podían ver que aquél circulo tenía inscrito en su interior un mensaje en extrañas e incomprensibles palabras que pocos sabían leer.
Por suerte, ella sí podía hacerlo, y las pronunció en voz alta con una melodiosa entonación que pareció flotar en el aire aun cuando sus labios se cerraron. Un instante después, una de las losas del suelo se desplazaba, mostrando unas escaleras de mármol que parecían bajar hacia las entrañas de la tierra.
Comenzó a descenderlas, sumida en la más espesa oscuridad, que no parecía dificultarle la tarea. No tardó mucho en llegar a la parte más baja, que se asemejaba sorprendentemente al recibidor de una casa no demasiado modesta. Ante ella, una puerta de madera oscura flanqueada por un par de velas la invitaba a penetrar la estancia que era su destino.
Agarró el pomo con una mano enguantada y accedió a la habitación del otro lado, que quedaba potentemente iluminada por docenas de candelabros que se sujetaban a la pared, recubierta por estanterías llenas de tomos antiguos.
El centro de la estancia quedaba ocupado por una mesa de cristal y madera sobre la que descansaban un par de copas y una botella de brandi. A su alrededor, sentados en varias sillas tapizadas por terciopelo, se encontraban cuatro hombres jóvenes de aspecto muy distinto  que ya conocía, y que permanecían en un silencio espectral que sólo cesó después de que levantaran la vista hacia ella.
-Vaya, por fin apareces, Catherine… -dijo uno de ellos, sonriendo, mientras apuraba la copa que sostenía en sus manos- pensaba que no te presentarías a la cita.
La joven abrió la boca para responder, pero antes de que pudiera hacerlo otro de ellos, que iba acompañado de un chico totalmente igual a él, discrepó.
-¿Catherine?-sonrió-Bueno, confieso que estoy confuso… ella se nos presentó a mí y a mi hermano con otro nombre… -le dirigió una mirada perspicaz- ¿Verdad, Anne?
Ella le sostuvo la mirada, que pronto se vio trasladada a otro punto de la habitación, en el que se hallaba un hombre cuyo rostro quedaba casi totalmente completo por una oscura melena negra sobre la que caía la capucha de la túnica que vestía.
-El nombre que usó conmigo fue Madeleine-dijo, mirando fijamente la brillante superficie de la mesa.
Hubo un fugaz e incómodo silencio que se resquebrajó cuando el primero de los jóvenes arrastró la silla para levantarse, dejando la copa sobre la mesa y retirándose un mechón de cabello azulado de los ojos.
-Entonces… ¿nos vas a decir quién demonios eres, y para qué nos has citado aquí?
Ella los observó detenidamente, guardando silencio. Ellos no conocían su nombre real,  y posiblemente no lo hicieran nunca, pero ella sí sabía quiénes eran aquellos cuatro individuos. Le había costado meses dar con ellos, pero el encontrarlos reunidos bajo el mismo techo le garantizó que todo el trabajo y la búsqueda habían valido la pena.
-Bueno, si no vas a responder, será mejor que nos marchemos… -uno de los gemelos se puso en pie.
-Está bien- dijo ella –está bien… -y sonrió-  Confieso que no creía que fueseis a acudir todos a la cita… pero ahora que estáis aquí…
Su voz fue coreada por un chasquido que hizo que los cuatro citados se pusieran alerta. Sin embargo, antes de que ninguno pudiese moverse, la desconocida había abierto su gabardina, y sujetaba sendas pistolas de plata en las manos, apuntando directamente hacia donde ellos se encontraban.
-Que comience el juego –sentenció. 

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