14 abril 2012

Ascendead Master ~ Parte I: El horror.

Catherine no sabría decir cómo terminó en el pequeño hospital en el que trabajaba. Ella sólo recordaba que en su juventud había querido ser artista: dibujar, pintar, pasarse el día frente a un lienzo en blanco, vestida con un mono lleno de manchas y dejar que sus sentimientos fluyeran a través del pincel hasta convertirse en una serie de colores y trazos cuyo significado total sólo ella conocería. 

Sin embargo, el destino decidió que sería más útil siendo auxiliar en un hospital, así que algunos pequeños actos en su vida reconstruyeron sus ideas del futuro y la empujaron por la senda de la medicina. Salió de la universidad con 20 años, poseyendo aún algo en su aspecto que la había parecer una niña, y tuvo la suerte de encontrar trabajo a las pocas semanas de terminar la carrera en un hospital agradable, donde conocía a todos los compañeros, donde se podía charlar a la hora del café y donde se conseguía un buen sueldo que le permitía llegar a fin de mes desahogadamente.
Ella consideraba que le iba mucho mejor de lo que había esperado e incluso se consideraba afortunada a causa del nivel de vida que podía llevar y por el hecho de poder poner sus conocimientos en práctica para ayudar a la gente. Claro que, por aquél entonces Catherine no sabía que ese pequeño hospital al que fue destinada marcaría su vida, e incluso su muerte, ya que en él se inició la cadena de hechos que fueron sucediéndose al igual que la caída de piezas de dominó, formando una serie de acontecimientos que desembocarían en su renacer.

La noche que marcó un antes y un después en su vida, y tal vez en la de todos nosotros, Catherine se encontraba sentada en la sala de guardias del hospital. No le agradaba demasiado hacer turno de noche, ya que todos  los que acudían al centro a aquellas horas eran borrachos que se habían pasado ingiriendo alcohol y gente que había cometido severas imprudencias. Aun así, agradecía la tranquilidad nocturna y aquel ambiente fresco que le hacía olvidar el olor a desinfectantes y antibióticos que se habían impregnado en todos los rincones del edificio.
La única compañía que tenía en aquél momento era una taza de café aguado, una bombilla que parpadeaba y una pequeña radio que emitía un programa informativo que recogía los acontecimientos más importantes del día y a la que no prestaba demasiada atención, ocupada como estaba en escrutar la oscuridad que se extendía más allá de la ventana de la sala.
Era una noche cerrada, excenta de estrellas, y apenas eran visibles las luces de las farolas que marcaban la carretera a causa de una fina bruma que flotaba en el ambiente. Los últimos días habían sido bastante húmedos, y en aquella región no era extraño encontrarse con una neblina que surgía sólo en las horas tardías y que jugaba a distorsionar el paisaje, pero a Catherine siempre le había parecido algo inquietante, digno de escenas descritas en los libros de terror que tanto la fascinaban.

“… últimamente se ha podido sentir claramente el entusiasmo de  los accionistas de la industria, que nace a causa de las conjeturas que ya se han lanzado respecto a la naturaleza del proyecto de la que se podría considerar la mayor compañía de seguros de vida a nivel internacional, “Descendientes de la rosa”, más conocidos por “Descendiente Courp”. El nuevo proyecto anuncia un  producto cuya existencia se puso de manifiesto la semana pasada, atrayendo la atención de millones de persona. De este misterioso producto conoceremos todos los detalles a final del mes, justo cuando está anunciada su salida al mercado. Hasta ahora sólo se han escuchado rumores sobre él, pero se ha confirmado extraoficialmente que recibirá el nombre de “Proyecto de vida eterna”. Este nombre alzó una gran polémica e hizo que se dispararan las alarmas de diversos sectores sociales. Sin embargo, algunas fuentes aseguran que va a cambiar el mundo…”

Catherine suspiró, y el cristal se empañó frente a ella durante unos segundos. No era la primera vez que escuchaba aquella noticia. De hecho hacía una semana que no escuchaba hablar de otra cosa que no fuese de aquella compañía de seguros de vida y su proyecto de inmortalidad. En todas partes circulaban rumores y conjeturas sobre la misteriosa noticia, y todos los días se publicaban exclusivas en diversos medios de comunicación que aseguraban haber conseguido la verdad sobre el proyecto con un mes de antelación. Por supuesto, la mayoría de estas exclusivas no eran más que patrañas cuya falsedad quedaba en evidencia a las pocas horas de su salida.
Catherine no comprendía tanta exaltación social, pues para ella era evidente que lo de la inmortalidad no era más que un gancho, un recurso de marqueting que tenía el objetivo de captar la atención de todo el mundo. (Y desde luego, lo había logrado.) Tampoco comprendía como en la sociedad moderna en la que vivía aún había gente que creía en aquello de la inmortalidad. Se suponía que con el avance ideológico la gente había comprendido el sentido de la vida, le había perdido el miedo a la muerte y la había aceptado como algo natural, una de aquellas cosas que precisamente debían recordarnos que estábamos vivos. Pero no: la sociedad se había convertido en una masa que los grandes medios podían moldear a su antojo, conduciéndolos en la dirección que más beneficios les aportaba, y lo peor es que no se hacía nada por evitarlo. Claro, que tal vez la sociedad estuviese mejor así; tal vez la gente prefería tener las esperanzas depositadas en cosas tan imposibles como la vida eterna y la inmortalidad, como si vivieran en el medievo, donde se creía en los poderes de las brujas, en las maldiciones y en los pactos con el diablo.

Un sonido agudo y muy lejano de ser musical rompió el silencio en el que Catherine se había quedado suspendida sin darse cuenta cuando la radio dejó de emitir, e hizo que se sobresaltara y que se sintiera estúpida al darse cuenta de que sólo había sido el rudimentario sistema de comunicación que tenían en el hospital y que la informaba de una emergencia urgente.
Apuró el amargo café de un trago y salió de la sala de guardia apresuradamente, poniéndose la bata blanca a la vez que caminaba por los oscuros pasillos, que también le recordaban a aquellos que se describían en la literatura de terror. Lo cierto es que el aspecto del hospital no era demasiado moderno, si bien contaba con todo lo necesario para salvar vidas y solucionar las emergencias sin ningún problema.
Los viejos suelos, que recordaban a un tablero de ajedrez a causa de su alternancia el blanco y negro, estaban ya desgastados, y el papel pintado de las paredes había comenzado a desprenderse desde hacía ya un tiempo. Las puertas de las habitaciones, que se alzaban simétrica y ordenadamente a ambos lados del pasillo como si fuesen guardianes de la noche estaban hechas de madera vieja, y los vidrios de los cristales habían dejado de tener aquél brillo que caracterizaba a lo nuevo, pese a que el equipo de limpieza del hospital hacía muy bien su trabajo, manteniéndolo todo reluciente y pulcro.

A Catherine no le hizo falta caminar demasiado para encontrarse con un grupo de compañeros que arrastraban una camilla sobre la que yacía una persona de corta edad en estado de inconsciencia. Se unió el grupo, acompañándolos en dirección al quirófano, ya que la paciente necesitaba intervención urgente.
No pudo evitar que se le helara la sangre al darse cuenta de que el pequeño cuerpo pertenecía al de una niña, una niña que fue llevada a la sala de emergencias entrada la noche. Un accidente de coche. Era demasiado tarde para salvar a sus padres, pero ella aún tenía una posibilidad.
Agarró su brazo, con la inútil esperanza de que aquél gesto le influyera las fuerzas que necesitaba para luchar contra la muerte, mientras continuaba corriendo  junto al grupo y arrastrando la camilla por los pasillos.
Rompía el corazón ver su dulce aspecto infantil resquebrajado a causa de los entubamientos que le fueron puestos, los cables que le fueron conectados y la sangre que teñía su ropa aquí y allá y se deslizaba por la camilla hasta el suelo. El jefe se mostraba nervioso mientras  indicaba instrucciones a los auxiliares una vez en el quirófano. Su nerviosismo delataba que no tenía demasiadas esperanzas en salvar a la pequeña, pero aun así sentía el deber de intentarlo. Catherine sabía que jamás se había enfrentado a algo así, no sólo por la escasa edad del paciente, sino por el lamentable estado en el que se encontraba.

-La presión arterial disminuyendo un 60% -indicó una auxiliar, que observaba atentamente el monitor al que había sido conectado la pequeña.-¡Pulso cayendo!
-Tenemos que detener la hemorragia –indicó uno de los auxiliares, que se esforzaba por presionar la herida que no dejaba de manar sangre.
-¡Lo sé! –respondió el jefe, cuyo nerviosismo parecía haberse acentuado, a pesar de que su profesionalidad impedía que aquello afectara a lo que estaba haciendo.

Un agudo pitido continúo llenó entonces el ambiente de la sala, y su  fatídico significado fue traducido innecesariamente por uno de los presentes.

-Perdió el pulso.
-Preparad el desfibrilador… ¡ahora!

El jefe comenzó a poner en práctica los ejercicios de reanimación, pero el pitido continuaba flotando en el aire, anunciando que habían perdido a la pequeña, que su corazón había dejado de latir.
En aquél instante Catherine se sintió totalmente inútil. No podía hacer nada más que rogar que la niña volviera a abrir los ojos, pero en el fondo sabía que aquello tampoco servía de absolutamente nada.
Escrutó el rostro de la pequeña, que parecía estar simplemente dormida, aún sin poder creerse que no pudieran haber hecho nada por ella. Y entonces, para el asombro de todos, ocurrió algo que técnicamente era imposible en un hospital: se quedamos a oscuras. La luz se esfumó, las bombillas dejaron de funcionar. Todos los allí presentes fueron sumergidos en una espesa oscuridad que acentuó la tragedia del momento, y las comprensibles exclamaciones de sorpresa se escucharon sobre el silencio que había dejado la ausencia del pitido, que se había apagado también ante la falta de electricidad.

-¿Qué demonios…?
-¿Qué ocurre con el generador?
-No funciona…

No dio tiempo a que alguien propusiese una solución o a más muestras de sorpresa, pues tan momentáneamente como se esfumó la luz, regresó. Las luces de quirófano parpadearon durante un instante, antes de recuperar su potencia y volver a iluminar la habitación tan intensamente como un instante antes lo habían estado haciendo.
Y entonces, gracias a que a que para cuando volvió la luz regresó Catherine aun estaba  dirigiendo la mirada al rostro de la niña, pudo ver aquello que durante un tiempo atribuyó a la confusión y a la desolación del momento, pero que durante muchas noches protagonizaría sus sueños.
La niña abrió los ojos. Separó los párpados en un gesto rápido y brusco, y sus pupilas miraron al frente, sin fijarse en nada en concreto ni mostrar ninguna clase de emoción. Pero no fue aquello lo realmente impactante, sino el color de sus orbes, que resultó ser rojo como la sangre, intenso, y parecía fluir alrededor de la profunda negrura de sus pupilas, como si el color se hubiese fundido.
Catherine sintió como se le ponía el bello de punta, y durante un momento se descubrió inquieta. Había algo que había cambiado dentro de aquella sala, algo que despertaba su incomodidad y que la hacía sentir insegura. Algo que la agitaba y hacía sonar sus alarmas internas.

-Tenemos pulso… -dijo la auxiliar que hacía tan solo un segundo se había encargado de comunicar los fallos que estaba teniendo el sistema de la paciente.
-¿Qué diablos…? –murmuró el jefe, a la vez que dedicaba una confusa mirada al auxiliar, como buscando una explicación a lo que acababa de ocurrir.

Y entonces, un escarlata aún más intenso que el de la mirada de la niña llamó la atención de Catherine un poco más abajo, en su cuello, donde había dos pequeñas heridas aún sangrantes que no había visto antes. La auxiliar sintió que se heló la sangre. Aquellas marcas le recordaron automáticamente a las mordeduras de los ficticios y míticos chupadores de sangre que se describían en las novelas de criaturas nacidas de la sombra y el horror.
Catherine contuvo la respiración, no sólo por la impresión de aquél descubrimiento, sino por aquella sensación de inquietud que aún se agitaba en su interior. Asustada sin saber por qué alzó la mirada del cuello de la niña hacia sus compañeros, pero ninguno parecía haberse percatado de aquellas marcas.

-Hay una herida en su cuello… -dijo finalmente, dirigiéndose al jefe, que alzó las cejas antes de fijar la mirada en el cuello de la pequeña.
-No hay nada-sentenció el, para su sorpresa.

Y lo cierto es que su sentencia no fue equivocada: no había nada en el cuello de la pequeña. Las marcas se habían esfumado, la sangre había desaparecido. La tersa y blanca piel de la niña estaba intacta, sin marcas o arañazos.
Catherine parpadeó, incrédula. ¿Había sido su imaginación? No, estaba segura de que lo había visto, pues en caso contrario no había explicación a la aceleración de pulso que estaba sufriendo y al escalofrío de inquietud que le recorrió espalda de arriba abajo.

Alzó la vista de nuevo, dispuesta a comprobar si realmente nadie más a parte de ella misma había visto aquellas heridas, pero todos estaban atentos al monitor, que anunciaba buenas noticias: el pulso era completamente estable, al igual que la presión arterial y su respiración. La niña se había salvado, la hemorragia había cesado completamente. Catherine pudo escuchar los suspiros de alivio entre sus compañeros e intuir las sonrisas que esbozaban bajo las mascarillas de hospital.
Pero ella no sonrió. Sentía una parálisis a causa de la impresión del hecho que acababa de producirse y del que al parecer, sólo ella me había percatado. Parpadeó un par de veces más, sintiéndose realmente aturdida. En aquél instante todo comenzó a ocurrir a cámara lenta a su alrededor, y parecía que sólo ella podía sentir aquella alarma en su interior y que le decía que había algo extraño allí dentro.
Y, de nuevo, volvió a percatarsede otra anomalía. En aquella sala había más gente de la que debería. Había un intruso, un desconocido, entre el equipo. Catherine sintió un pálpito en el pecho al ver pasar frente a ella, por detrás de la camilla y de sus compañeros, a un auxiliar que cubría su rostro con la habitual mascarilla y sombrero que todos los trabajadores debían llevar en el quirófano.
A penas unos mechones de cabello castaño que le caían al extraño desde el gorro eran visibles, junto a sus ojos, que miraban al frente, en dirección a la salida, sin desviar la vista hacia Catherine aun cuando ella le miraba tan descaradamente, pero a ella sólo le hicieron falta esos detalles para tener claro que no le había visto nunca.
Los pasos lentos y la silenciosa presencia del desconocido no parecían atraer la atención de nadie más en la sala, pero Catherine no podía separar la mirada de él, de sus ojos fríos, como si su esencia le atrajera al igual que un campo gravitacional. Entonces fue cuando la joven auxiliar presenció el horror que se descubrió repentinamente en el rostro del intruso, un instante antes de que le diese la espalda y saliera de la habitación sin hacer ningún sonido.
Aquél horror superaba a todo lo que Catherine había visto, e hizo que se sintiera flotando en el vacío, sin aire en los pulmones y sin sangre en las venas.

Aquél horror… sería el inicio de una sucesión de paranoias y pesadillas que se prolongarían hasta el fin de sus días.





10 abril 2012

Y sigue.


La vida no es sencilla, y lo digo ahora, como adolescente, al igual que lo diré en un futuro, siendo adulta. Creo que esta aclaración viene siendo precisa teniendo en cuenta que sólo soy una chica que ni siquiera alcanza la mayoría de edad y que, por lo tanto, todo lo que digo viene supuestamente deformado por la falta de experiencia y el desconocimiento absoluto que poseo sobre todo aquello que me rodea. Dicho esto, procedamos: 

En sí misma, la vida general está llena de injusticias, desequilibrios, sorpresas, secretos e intrigas. Una línea continúa que es marcada constantemente con los hechos que acontecen en ella y que pueden pasar inadvertidos a nuestros ojos, ya sea por ignorancia, desinterés o simplemente porque son secretos guardados bajo llaves demasiado inalcanzables para personas de a pie como tú y yo. 

En sí misma, la vida concreta, la mundana, la individual, es aún peor.  
Cuesta ponerse a reflexionar de la simpleza de algunos actos que tan poco importan a los millones de personas que somos, ya que para individuos concretos estos actos pueden ser decisivos a la hora de trazar el camino a seguir. Y cuesta aún más decidir qué actos son los que realmente van a resultar decisivos, sobretodo cuando hay opiniones que aseguran que lo mejor es pensar poco y dejarse llevar, mientras que otras aconsejan meditar, ser prudentes y precavidos. 

Sinceramente, escucho demasiadas voces, y todas ellas están muy lejos de ayudarme en esto. Y no es que no las agradezca. 

Sé que cada uno debe vivir su propia vida, sin dejar que otros intercedan en ella de forma excesiva, pero a la vez tengo claro que estas intervenciones son vitales para mí. Y llevo escuchando toda la vida que hay que seguir adelante, sin mirar atrás pero sin olvidar quién eres. Luchar por aquello que quieres sin renunciar a lo que te importa. 
Demonios, si es eso lo que tengo que hacer creo que voy francamente mal.

Envidio a la gente que es capaz de dar un paso hacia delante sin temer el poder tropezar. 
Ansío el poder de poder alzarme después de una caída una y otra vez, y sentirme tan fuerte como al principio. 
Desearía tener una pequeña idea de lo que hacer ahora.